Lo dijo San Agustín: “Ama y haz lo que quieras, porque, si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si personas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, todas tus obras serán frutos de amor”.
Claro que ese Amor va mucho más allá de lo que entendemos por amor humano efímero o de conveniencia: es el Amor que nos encierra en esa divina prisión de la que Santa Teresa de Jesús, la gran Doctora que tanto supo del Amor que no muere, nos dejó escrito:
Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
El amor en el que, a ejemplo de Santa Teresa, han vivido los grandes santos que en el mundo han sido, fue descrito de la siguiente manera por San Pablo, el “Primero después del Único”:
«El Amor es paciente, es servicial; no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El Amor no acaba nunca.» (1Cor. 13, 4-8)
Recordemos cómo los primeros cristianos cambiaron de vida por puro y simple contagio del amor y de la libertad que había transformado radicalmente la forma de obrar de aquellos pocos seguidores del Maestro, que “todo lo hizo bien” y dejó muy claro la pauta de acción para los comprometidos a continuar su obra: “Se conocerá que sois discípulos míos en que os amaréis los unos a los otros” (Jn 13,35).
De hecho, el Cristianismo vino a romper los esquemas de las viejas relaciones sociales a base de ahondar en el poso de la conciencia de las personas de buena voluntad; es así cómo poco a poco, generación tras generación, el “grano de mostaza” se fue haciendo árbol hasta ahora, en que parece que se está agostando como tantas otras veces ha ocurrido a lo largo de la historia y a causa de distintas especies de enfermedad: apatía, fundamentalismo, ley del más fuerte, pedantería académica, conciencia burguesa, odio de clases, materialismo visceral o eso que se llama relativismo y podemos traducir por la desesperante e inconveniente estupidez de “nada es verdad ni mentira sino que todo es del color del cristal con que se mira”.
Está claro que no todo es del cristal con que se mira: tropezamos con apabullantes verdades como que la Tierra ofrece recursos para que nadie se muera de hambre, que el progreso permite erradicar tantas y tantas enfermedades a solo de que se preocuparan de ello carísimas organizaciones internacionales “habilitadas al efecto”, que se desencadenan guerras por puro capricho o por torticeras maniobras de adulteración de valores con la abierta o secreta participación de tal o cual poderoso o arribista de turno…, etc., etc… Y, sobre todos los supuestos, interesadas mentiras y gratuitas divagaciones se nos impone la gran verdad de que “Dios es Amor”.
Antonio Fdez. Benayas.