“Vosotros sois la sal de la tierra” es equivalente a “Sois sal para la tierra”. Con esto el Señor Jesús nos deja un mandato, un deseo y, sobre todo la verdad de lo que se es al decidirse por el Reino de Dios, que es el mismo Jesús. El Hijo del hombre ha puesto en los discípulos un gran poder para una magnífica tarea, con una condición: que esta sal no se devalúe. En definitiva lo que con esta sal hay que mantener y preservar de la corrupción es la Alianza entre Dios y el hombre: su Amor en nosotros. Lo que ha de mantenerse sano es la razón suprema de nuestra vida, la razón que sostiene nuestra existencia. Este Amor, fundador de cualquier otro, encuentra en la esperanza aquella virtud que la sal necesita para no devaluarse. Dicho de otro modo: la esperanza (a veces contra toda esperanza) es la cara más escatológica de la Alianza nueva. Esperar así necesita una fe como la de Abraham, y un Amor como el de María Santísima.
El mismo Pablo, que vivió intensamente la tensión hacia la vida definitiva bajo la experiencia del poder del pecado y de la muerte, manifestará magníficamente con dos preguntas toda la fuerza salvífica de la “Sal del Reino”: ¿quién nos separará del Amor de Dios revelado en Cristo Jesús? y ¿quién me librará de este cuerpo de pecado?.
De este cuerpo de pecado me librará Cristo Jesús, el que murió y resucitó y ahora intercede por mí a la derecha del Padre. “Vosotros sois la sal de la tierra, para la tierra”, quiere decir que la tierra tiene que ser curada en su raíz con la sal de esta Palabra. Y el “vosotros” se refiere a quienes la tenemos cerca, en los labios y en el corazón; no vale, pues, la excusa de que se encuentra muy lejos.
luz de la aurora
Y también “sois de Luz del mundo” es una profecía. El pueblo que en aquel entonces caminaba en las tinieblas es hoy este mundo sumido en la oscuridad. El Señor hace sobre nosotros una profecía: no se esconderá la lámpara bajo el celemín, no se encenderá fuego sino para que prenda y arda con vehemencia.
Mateo dice que la lámpara ha de alumbrar “a todos los de casa” (5,15) y Lucas reitera que es “para que los que entren vean la luz” (8,16), pero el fondo de estos versículos, hondo y pleno de significado teológico y espìritual, es básicamente el mismo. La palabra clave es “casa”, y va articulada a “lámpara” y “luz”.
El habitáculo que llamamos casa no es cualquier lugar; es el punto que señala nuestro estar en el mundo y nuestro acomodo en ese estar. Hasta quienes viven en la calle tienen en esa carencia un importante referente: ¿qué tendrá la casa, verdad? Pues lo que tiene es que reduce el mundo a nuestras dimensiones, lo humaniza según nuestro tamaño y lo hace visible.
En Mateo la expresión “a todos los de casa” contiene un matiz de estabilidad, de pertenencia a ese lugar; en cambio la expresión lucana “para que los que entren” (no se menciona “casa”) señala el movimiento de caminar hacia, moverse en dirección a, y el gesto de pasar la puerta de la calle con intención, seguramente, de quedarse. Por eso ambos evangelistas se complementan.
La Escritura (1 Pe.1.1; 2. 11; Flp. 3.20 ; Col.3,1-4; Hbr.13.14) nos describe cómo forasteros y extranjeros, peregrinos en tierra hostil e inhóspita (2 Cor.5.6; 1Pe.1.17), vivimos en un continuo anhelo de lo que sabemos bien que necesitamos: siempre lo hemos sabido, y siempre lo han enmascarado y a la vez expresado nuestros “afanes y luchas por la vida”. La humanidad vive un sinvivir, esperando ¿qué?
Ya el Deuteronomio advertía (¡y en qué medida vemos cumplida en nuestro mundo la advertencia!) que el resultado postrero de abandonar la Alianza de Dios e irse con los “otros dioses” es una tierra calcinada por el azufre y la sal, donde no hay posible sementera, ni cosecha ninguna (Dt.29.22s.). Muchos pueblos, naciones y familias, en medio de las que vivimos, recuerdan vivamente Sodoma y Gomorra , Adamá y Seboín, así “castigados”.
antorchas del Evangelio
Cristo Jesús es para estos tiempos la nueva Toráh, la Lámpara puesta en el candelero de la Cruz sobre el monte; es la Sabiduría de Dios, Palabra servidora destinada a atraer a todos a su Luz, una vez haya sido elevada; incluso quienes le traspasaron volverán sus ojos hacia Él. Las gentes peregrinas y errantes (Is.60.3; Ap.21,24) caminaremos a su luz a la Casa, y una vez allí seremos plenamente iluminados, porque Dios es Luz y en Él no hay sombra alguna.
“Vosotros sois la luz y la sal” es una encomienda del Señor que apremia. Antes, es verdad, éramos tinieblas, mas ahora somos Luz en el Señor (Ef. 5.8). Ninguna otra condición exige sino alumbrar desde el mismo monte y candelero que el Señor Jesús, es decir, desde nuestra misma vida, tantas veces crucificada. Los hermanos muertos hoy día por el testimonio de Jesús dan buena fe de ello: gracias a Dios, una ciudad así no podrá nunca ser escondida ni ignorada.
El monte de las Bienaventuranzas es una catedral que alberga su propia cátedra: Luz que ilumina y Sal que mantiene la vida entera, que ya no podrá bajarse al cuarto de los trastos inútiles. Nuestra evangelización o se hace entrando a la vez con Cristo en la Cruz Victoriosa, o los otros, aún teniendo ojos y oídos, no verán ni oirán, y no les alcanzará la Salvación (Jn. 12, 39-40). En esto, una vez más, es cierta la Escritura: “Todavía un poco de tiempo está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz… “(Jn 12, 35-36). Nos queda poco tiempo: basta levantar los ojos a los campos que blanquean: “cuatro meses y llega ya la siega”. El apóstol tenía razón: ¡nos urge el amor de Cristo!
Signo inequívoco del Reino de Dios en la persona de Jesús es la curación de los ciegos. El milagro en estas curaciones está precisamente en su significación: el ciego que vuelve a ver, vuelve a nacer, porque el nacimiento es ser dado a luz, venir a la luz (Job. 3,16). Por esto decía Tobías que el ciego que no ve la luz de Dios pregusta la muerte. De ahí que la resurrección del Señor suponga una nueva creación del Universo entero. De aquella resurrección nace la Iglesia; y la palabra de la evangelización: “ir por el mundo entero”, más que una orden, es el acto fundacional de la Iglesia como Luz y Sal del mundo.
La interpelación es eclesial y personal, porque el mismo Dios que dijo: “de las tinieblas brille la luz” es quien ha iluminado nuestras vidas dándonos a conocer su Amor en Jesucristo. Este Amor ha obrado en nosotros la maravilla de hacernos capaces, siendo pecadores y débiles como somos, “de compartir la herencia del pueblo santo en la luz” (Col. 1, 12). Si alumbramos las tinieblas del mundo con esta luz, los hombres darán gloria a Dios, que es el fin de todas las cosas.
Así, nuestra razón de la esperanza por la que nos pregunta continuamente el mundo, es que con esa luz se ve ya desde aquí la Jerusalén celeste, que tiene como lámpara al Cordero. Allí no habrá día ni noche; ni llanto ni luto; todo eso ya pasó: ya el mar de la sal y la muerte habrán entregado sus muertos, y los justos brillarán como centellas entre cañaverales. Y entre todas ellas, una refulge con brillo singular.
Cervantes escribió a la Santísima Virgen:
“Virgen que el sol más bella,
Madre de Dios, que es toda tu alabanza:
del mar del mundo Estrella,
por quien el alma alcanza
a ver de sus borrascas la bonanza”.
Del poema “A Nuestra Señora”.
Precioso resumen de esta catequesis.
Ese día llegará. Esta es nuestra esperanza ya desde ahora: vivir para siempre en la Luz inaccesible en que Dios mismo vive (1Tim. 6, 16). “Ven, Señor Jesús” (Ap. 22,20).