Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a preguntarle: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando. (Juan 1,6-8.19-28)
El evangelio de hoy está compuesto con un párrafo de san Juan (1, 6-8) en el que se anuncia a un hombre enviado por Dios: “No era él la luz. Sino el que viene a dar testimonio de la luz”; y sigue después con la narración del diálogo del Bautista con los enviados de levitas y fariseos que le preguntan quién es.
Esta figura anunciada por el profeta Isaías como “Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor enderezad sus sendas,” tiene una enorme importancia en el proyecto de la venida del hijo de Dios y figura en los cuatro evangelistas. En Mateo 3, el Bautista se presenta a sí mismo pidiendo: “Convertíos, porque ha llegado el Reino de los Cielos” y las gentes acuden a él, reconocen sus pecados y son bautizados en el Jordán.
Los evangelistas lo describen como un hombre vestido de piel de camello, que se alimenta de langostas y miel silvestre”. Es decir un hombre que da respuesta a la llamada, y vive para su misión, alejado de los placeres del mundo. Juan, con su vida ascética y su cualidad de predicador popular, atrae a la gente, condena en tono profético, bautiza, pero no se arroga el perdón, que sólo puede conceder el hijo de Dios, y es considerado por el pueblo como santo y profeta.
Los levitas y fariseos van a indagar quien es. Juan les trata con dureza, según algunos evangelistaS, y niega su condición de Mesías.
Andrés, el hermano de Pedro, era discípulo de Juan y le oye decir “ahí va el cordero de Dios que quita el pecado del mundo,” y por eso decide seguir a Jesús, que tenía entre sus seguidores muchos díscípulos de Juan.
Nos sorprende que sólo se presenta juntos a Juan y Jesús, en el momento emocionante del bautismo, ni se nos habla de un trato estrecho entre ellos, a pesar de su parentesco. Juan asegura no conocerle, y Jesús dice de él: “No ha nacido hijo de mujer más grande que Juan”. Más tarde, ya en la cárcel, Juan manda emisarios a preguntar a Jesús si es el Mesías. Quizá para que sus discípulos oigan de su boca la respuesta. Jesús le responde con la evidencia de los signos: ”Decidle a Juan los cojos andan, los ciegos ven, los leprosos son curados…”
Lo mismo que en su presentación en la sinagoga de Nazaret, cuando, en aquella escena impresionante lee el pasaje de Isaías: “El espiritu del Señor está sobre mí”: “…me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos…” Jesús se dedica en el corto tiempo de su predicación a identificarse con esa profecía. El Mesías es reconocido por sus obras de misericordia. Son muchos los que entonces le reconocen como el Mesías por la espectacularidad de sus milagros, pero se enredan en discusiones sobre las profecías de su procedencia.
Juan es la llamada en el desierto para despertar al adormecido pueblo de Israel, que lleva unos años sin un profeta, y tiene que recobrar la esperanza para reconocer al Mesías que llega, y escuchar docilmente su palabra.
Hoy nos admira de la figura de Juan su valentía ante el poder: denuncia el adulterio de Herodes, recrimina por su actitud a los fariseos, da consejos de moral y misericordia a los publicanos cobradores de impuestos, y a los soldados, que van humildes y dispuestos a bautizarse.
Juan es perfectamente válido en cualquier tiempo para el pueblo cristiano, aunque nosotros estemos tan seguros de saber el camino. ¿Cómo se prepara la senda, cómo allanar el camino del Señor? preguntaban las gentes sencillas a Juan, conmovidas por su predicación y él aconsejaba a cada uno: “el que tenga dos túnicas que dé una, el que tenga qué comer dé al que no tiene” “no hagais denuncias falsas”, señalando lo que no era justo en su vida y deberían enderezar. Y profetizaba: “detrás de mi viene el que os bautizará con el Espíritu Santo”.
La acción misericordiosa parte del corazón del hombre creyente, no por el cumplimiento de un deber escrito en la ley. La misericordia es a veces paradógicamente devorada por la ley y la moral. El amor se va descubriendo en la maduración de la Fé. “Preparad el camino del Señor,” grita Juan.
Ablandad los corazones para que, como la tierra esponjosa, recibamos la buena nueva, con el corazón manso y humilde, rebosante de amor para con todos, y dispuesto a hacer la voluntad de Dios.