Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (San Juan 6, 35-40).
COMENTARIO
Después de las primeras apariciones y de los primeros testimonios de la Resurrección, el anuncio del Evangelio y la Iglesia misma, desbordan el ámbito de Jerusalén y se extienden hasta los confines de la tierra, bajo el signo de la cruz, con la persecución.
El pan enviado por Dios, no sólo viene de él, sino que él mismo se da como alimento en él.» Pero este pan de Dios que se encarna, los judíos no lo han visto caer del cielo como el maná, sino surgir de la tierra: «¿No es éste Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» Murmuran porque no entienden eso de nacer de lo alto; nacer del Espíritu, y no están dispuestos a aceptar la encarnación de Dios en un hombre, en un galileo, en un laico, en un irregular, como no han aceptado nunca a los profetas. Para nosotros, para nuestra generación, no es menor la dificultad ante la encarnación: “Cristo si, la Iglesia no”, dicen muchos; la Iglesia si, los curas no; los curas si, los laicos no. De hecho la mayor parte de las herejías han surgido en torno a la Encarnación. Por eso dice Jesús que el problema consiste en “ver al Hijo”, discernir en Jesús la presencia de Dios, como le fue revelado a Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” Comer la carne de Cristo es entrar en comunión con su entrega. Cristo, es pues, el alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo necesita. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae;» El Padre atrae hacia Cristo, ofrece a Cristo el don de nuestra fe, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a los cuales debe responder el libre albedrío de nuestro amor, creyendo; yendo a Cristo.
Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4). «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día.»