Dijo Jesús a los fariseos y escribas esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:” ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. (Lc 15,3-7)
Este texto de la oveja perdida se engloba dentro de lo que llamamos “las tres parábolas de la Misericordia de Dios”, que son la actual de “la oveja perdida”, “la dracma perdida” y “el hijo pródigo”. Las dos primeras van en la misma dirección y la tercera es tan bella, que merece una explicación aparte. El Evangelio de hoy nos remite a la primera de ellas: la oveja perdida.
Inmediatamente antes del comienzo del texto, dice el Evangelio que “…todos los publicanos y pecadores se acercaban a Él para oírle…” Los publicanos eran recaudadores de los impuestos que el pueblo romano, opresor del pueblo judío, les imponía. Y este trabajo se lo compensaba de forma que los llamados publicanos se quedaban con un tanto por ciento de la recaudación; es por esto que eran considerados pecadores por los judíos, entendiendo como una traición recompensada con dinero.
Lo primero que observamos es que los fariseos desprecian a los pecadores en general, independientemente que sean publicanos o no. La postura de Jesús es totalmente diferente: Él no desprecia a nadie por muy pecador que sea; al contrario, busca al que se ha desviado del camino, que podemos llamar “pecador”. Y los fariseos y escribas, doctores de la Ley, murmuran de esta situación diciendo: “…Éste acoge a los pecadores y come con ellos…”. Incluso esta situación les llena de dudas en cuanto a la personalidad del Maestro: “si fuera un profeta sabría quién le está lavando los pies, una pecadora…” (Lc 7, 39), comenta el llamado Simón el fariseo, que le había invitado a comer en su casa.
Y es que Jesús no se “mancha” con los pecados de los hombres. Él se hizo pecado por nosotros y se entregó voluntariamente a la muerte y muerte de cruz, como nos dice san Pablo. Y les pone el ejemplo de la oveja perdida, que somos cada uno de nosotros. Resulta que el Pastor (Jesucristo) ve que una oveja se le ha perdido. Y va en su busca; respeta su libertad incluso de la traición, de marcharse de Él; y no la castiga, no le recrimina su actitud ni su error, ni su traición. Simplemente la carga sobre sus hombros; considera que en su vida, en su camino por otros prados se ha cansado; ha bebido de fuentes contaminadas, no ha recibido el alimento adecuado, está enferma, enferma del Amor de Dios…y no se lo restriega por la cara. ¡No! La coge sobre sus hombros, comprendiendo su equivocación. Y se alegra del encuentro, y convoca una fiesta con sus vecinos para celebrarlo. Es la misma fiesta que convoca el Padre en la parábola del “hijo pródigo”.
Por eso, cada vez que vamos al sacramento de la Confesión, de la Reconciliación, para nosotros es una fiesta: no podemos ir con miedo, hemos de ir con confianza, porque sabemos que el Padre Dios está deseando encontrar a su oveja perdida, Él conoce nuestro barro, Él nos hizo y somos suyos y ovejas de su rebaño (Sal 100,3)
Alabado sea Jesucristo