En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.
Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará».
Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó:
«¿De qué discutíais por el camino?».
Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.
Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (San Marcos 9, 30-37).
COMENTARIO
Decía el filósofo chino Confucio: «Cuando el sabio señala la luna el necio mira el dedo». Tantas veces nos ocurre esto con el Señor; por eso decía el profeta Isaías que nuestros pensamientos no eran los pensamientos del Todopoderoso. Si observamos los acontecimientos anteriores a esta palabra vemos como tres de ellos han visto con sus propios ojos como Jesús se transfiguraba; el resto, por el contrario, ha comprobado su incapacidad para liberar a un endemoniado del que lo tenía cautivo. Jesús los lleva aparte y en privado les habla de su misión y del final de la misma pero no comprenden palabra alguna.
De vuelta a casa los tres que habían visto la gloria de Dios en la transfiguración discutían con los demás por creerse más importantes que ellos en la comunidad. Jesús les mostraba el cielo y ellos miraban el dedo. Unos no pudieron ver la gloria de Dios y otros no pudieron combatir con el demonio. ¿Por qué? ¡Por el pecado de soberbia!; por querer ser, por sí mismos. Jesús les da —y nos da— una palabra de salvación y nos llama al servicio, a dejar de mirar el dedo —nosotros mismos— y a mirar a Dios en la historia, en el otro —la luna—. Es imposible entrar en el servicio desde la soberbia, por eso el Señor nos invita a fiarnos del Padre como un niño y acompañarlo en ese camino hacia el calvario que nos enseñará a ser humildes, pequeños, serviciales para desde allí entrar en la Trascendencia. El necio mira lo terreno, aquello que más tarde o más temprano deja de ser, mientras que el sabio —el que posee el Espíritu Santo— mira la promesa, la Jerusalén celeste, eterna, dónde nos espera la verdadera Vida para la que hemos sido creados.