En aquel tiempo, Jesús dijo una parábola, porque estaba él cerca de Jerusalén y pensaban que el reino de Dios iba a manifestase enseguida.
Dijo, pues: «Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de rey, y volver después.
Llamó a diez siervos suyos y les repartió diez minas de oro, diciéndoles: «Negociad mientras vuelvo». Pero sus conciudadanos lo aborrecían y enviaron tras de él una embajada diciendo: «No queremos que este llegue a reinar sobre nosotros».
Cuando regresó de conseguir el título real, mandó llamar a su presencia a los siervos a quien había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno. El primero se presentó y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez».
Él le dijo: «Muy bien, siervo bueno; ya que has sido fiel en lo pequeño, recibe el gobierno de diez ciudades».
El segundo llegó y dijo: «Tu mina, señor, ha rendido cinco.» A ese le dijo también: «Pues toma tú el mando de cinco ciudades».
El otro llegó y dijo: «Señor, aquí está tu mina; la he tenido guardada en un pañuelo, porque tenía miedo, pues eres un hombre exigente, que retiras lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado». Él le dijo: «Por tu boca te juzgo, siervo malo. ¿Conque sabías que soy exigente, que retiro lo que no he depositado y siego lo que no he sembrado? Pues ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses.»
Entonces dijo a los presentes: «Quitadle a este la mina y dádsela al que tiene diez minas».
Le dijeron: «Señor, si ya tiene diez minas».
«Os digo: al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y en cuanto a esos enemigos míos, que no me querían que llegase a reinar sobre ellos, traedlos acá y degolladlos en mi presencia»». Dicho esto, caminaba delante de ellos, subiendo hacia Jerusalén. (Lucas 19, 11-28)
El mundo en el que vivimos persigue continuamente el objetivo de tener seguridad en el horizonte de la actividad humana. Nos preocupamos porque nuestro dinero este seguro. También porque nuestros hijos (el que no los haya sustituido por mascotas) crezcan y se desarrollen en un ambiente de seguridad. Nos afanamos por tener un trabajo estable y porque, allí donde estemos, nos encontremos a salvo de riesgos. Es frecuente, sin embargo, escuchar la frase de que lo único seguro que tenemos es la muerte, en una especie de queja ante la vida y, por lo tanto, ante Dios. El afirmar o asentir esta sentencia denota la falta de fe del que ve a la muerte como un enemigo implacable que destroza a la vida para siempre. La sociedad se afana y violenta por asegurarse una serie de bienes terrenales, sin ver que lo más valioso y que realmente tiene seguro es el amor de Dios. Por querer ganar lo material de la existencia pierde la vida eterna. Por amar al dinero pierde el amor de Dios. Muchas veces un amor enfermizo a las criaturas tapa al cielo e impide la salvación.
El reino de Dios se rige por metas y valores diametralmente opuestos a los que presenta el mundo. El reino de Dios es riesgo y aquel que no quiere arriesgar pierde el reino. El Señor nos ha dado a cada uno una serie de talentos para que los pongamos en juego. Tenemos seguro que si lo hacemos ganaremos el premio, pero no nos acabamos de fiar. La mundanidad nos seduce y nuestra vida puede acabar siendo inútil y acabar en la perdición eterna. El Señor me ha dado su Palabra para que la transmita con mi vida, pero el miedo a perder mi “prestigio”, a que me marginen, me paraliza y me encierra en una mera supervivencia estéril y mezquina. El ejercer de cristiano conlleva algunas renuncias y el resistirse a esto hace que los talentos se escondan, sin producir frutos, sin compartirlos con nadie. El que sigue este camino se niega a ponerse en manos de la providencia divina, siguiendo otros derroteros que considera más seguros, pero que inevitablemente llevan a la muerte. Sólo en el abandono a la voluntad de Dios se puede experimentar su amor, siendo imprescindible, para conseguir esto, romper barreras y cadenas con las que el demonio intenta esclavizar al hombre. Puedo tener la Palabra de Dios, pero sólo poniéndola en práctica puede permanecer viva en mí.
El siervo malo del evangelio de hoy tiene miedo a afrontar los riesgos propios del amor. No ama por temor a ser rechazado, a que su “yo” sea atacado. Pero quien renuncia al amor jamás podrá ser feliz, porque está muerto.
Todos los dones que el hombre recibe de Dios están en función de su salvación y en la del prójimo. El día del juicio final se nos preguntara acerca de a quién hemos contagiado con nuestra fe y cuanto amor hemos compartido con los demás. El amor de Dios, mostrado al mundo, tiene el poder en sí mismo de evangelizar, allí donde se manifieste. El demonio intenta inocular en cada persona el miedo a proclamar el amor de Cristo y a amar como Él nos ama. El hombre que combate esta tentación puede llegar a gozar de la libertad, esperanza y alegría de la salvación. Ningún talento que el Señor nos da, es nuestro, debe estar al servicio del otro. De esta manera redundarán también en favor de nuestra propia salvación. Por eso el Señor nos invita a ser generosos y a no desperdiciar nuestra vida con egoísmos y banalidades.
El evangelio de hoy nos cuestiona sobre quién es, en verdad, el rey de nuestra vida. El Señor no comparte su trono con nada de lo que Él ha creado. Todo lo que poseemos debe estar ordenado en el lugar que le corresponde y puesto al servicio de la voluntad de Dios, del amor. La vida será radicalmente diferente, dependiendo de la decisión que adoptemos.
Con Jesucristo podemos donarnos sin miedo, ni reservas, a los demás. Él es la fuente inagotable de recursos que necesitamos para ser felices y procurar la felicidad del que esté a nuestro lado. Felices en la verdad, en el conocimiento de que somos hijos de Dios y herederos de vida eterna. Podemos esperar tranquilamente al Señor si estamos en el camino de los siervos buenos, administrando como es debido los talentos recibidos.
Perder la vida en el amor de Dios es ganar la vida eterna. Que esta verdad ilumine todos los días en nuestro caminar.