En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (San Lucas 8, 16-18).
COMENTARIO
El Señor no deja a la humanidad a oscuras. No deja a ningún hombre a oscuras. Siempre encenderá una luz a su lado para que vea y camine hacía la casa del Padre, como el hijo pródigo que pudo levantarse y tomar el camino hacia donde le esperaban los brazos abiertos de su Padre, como a nosotros nos esperan los brazos abiertos del Padre en los brazos extendidos en la cruz de Cristo.
El Señor también nos ha llamado para ser luz de los hombres: “vosotros sois la luz del mundo”, y ninguna luz se enciende para esconderla por miedo o por respeto a las tinieblas. Toda luz ha de ser puesta en el candelero para que “los que entren vean la luz”. Y ¿cómo nos hace luz a nosotros? Por el oído: “mirad bien como oís”. Por el oído fue concebida la Virgen María por el Espíritu Santo, por el oído el pueblo de Israel caminó por el desierto hacía la Tierra Prometida: Shemá Israel (escucha Israel).
Nuestra vida no puede permanecer oculta a los ojos de los hombres, ha de ser puesta a la vista de todos para que se vean las maravillas que ha hecho el Señor con nosotros, para que viendo el tesoro que llevamos dentro de nosotros, vasos de barro, den gloria a Dios y se conviertan de sus malas acciones. Y muchas veces el mayor candelero es la persecución.
“Bendito sea Dios que nos ha elegido para ser santos e inmaculados”, dice San Pablo. Y ¿para qué? Para ser luz para esta generación, para que los cojos anden, los ciegos vean y los mudos puedan alabar al Señor.