Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada (Lc 2,1-7).
No hubo testigos. Aquella noche, María de Belén, sola con José, tu esposo, te hiciste Madre de Dios y Madre de la soledad fecunda. En el rincón de un pueblo desatento a lo que allí ocurría, entre gente desarraigada de la verdad de Dios, tuviste el parto. El hecho no cabe en nuestra lógica, ni en el corazón. Todos los hombres de la historia, al menos los que buscamos la luz de Dios, hubiésemos querido estar allí, pero no estuvo nadie. Todas las generaciones de la fe hubiésemos querido acompañaros a José y a ti, pero tuviste que estar sola con tu esposo en aquel trance.
alumbramiento al modo divino
¿Será que traer a Dios al mundo es así? Ser Madre de Dios es tarea tremenda, pero nos enseñaste en tu parto y sus circunstancias dónde lo quiso el Padre que todo lo organiza, cómo lo quiso el Hijo que todo lo recibe, y cuándo lo preparó el Espíritu que todo lo enseña. No solo fuiste Madre en aquel original pesebre, sino que lo eres en la soledad de cada uno de nosotros. En la presencia de la vida que florece fuera del tráfico humano y de toda posada preparada por el hombre.
Después de dar a luz a Dios en cada una de nuestras almas, vendrán también las alegrías de los pastores y los magos al compartir los mensajes del cielo; pero el parto en sí, el principio de la vida del hombre que asoma su ser al mundo de Dios, se produce en la soledad y en la confianza de que ese acto es obra de Dios, aunque no se parezca en nada o muy poco a lo soñado.
Seguramente fue también la noche más dura que pasó el bueno de tu esposo, José, el hombre piadoso y justo en extremo, que había aceptado el difícil y extraño mensaje del ángel, y lo aceptó porque creyó en el ángel, no por coherente en su inteligencia o por esperado en su vida de piedad. Te aceptó embarazada del Espíritu, porque, como ocurrió con Abrahán, la aceptación de su sueño de fe, estaba dando comienzo al camino nuevo hacia la tierra nueva. Abrahán aceptó la promesa en la fe y tuvo un hijo de sus entrañas cuando era difícil engendrar en su vejez y en la esterilidad de su esposa. Pero José aceptó un hijo solo por el anuncio de Dios, sin intervención alguna de su parte, solo por la fe y el mensaje de un sueño.
Y la prueba que se le dio de que era el Hijo del Dios grande, el esperado de todas las naciones, el deseado de Israel, concebido por obra del Espíritu Santo, que iba a salvar a su pueblo de todas sus humillaciones y sus pecados, fue que nadie os recibió en Belén, en el pueblo y familia de David que era también la suya, en la tierra que según el profeta, iba a ser la cuna del Mesías.
Verdaderamente la fe de José fue inmensa, a secas y falta de datos, aunque sospecho que mucho le ayudarías tú, María, Madre de la fe, a superar aquella prueba. No solo respetó la gravidez inaudita de una virgen, sino que colaboró poniendo todo lo que tenía a su servicio, y se jugó a su modo la vida por aquella noticia disparatada, extraña para los cánones humanos.
Desde que María dijo sí al ángel, la vida de Dios estaba aquí en el mundo de una forma nueva, humanizada, pero no fue efectiva hasta que José actuó recibiendo a María en su casa, marchando a Belén, su pueblo, partiendo hacia Egipto y volviendo a Israel, después de oír en sueños a su ángel.
No creo que haya un hombre más grande en la historia de la salvación. Los Apóstoles estuvieron tres años con Jesús, y José estuvo muchos más. Todos los santos han sido enseñados por el Maestro, y José enseñó al Niño que después fue Maestro. Todos dependemos de la Palabra de Dios, pero Dios quiso que su Palabra dependiera de José, para “crecer en sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres”.
la novedad
En Belén, sobre la oscuridad de aquella noche, la esperanza en la promesa de Dios a su pueblo se hizo nueva. Todo fue nuevo también para vosotros, que creíais en el Señor. Y lo sigue siendo para nosotros, los que estamos llamados por la fe a nacer como hijos de Dios. Quizás la aceptación de la novedad de Dios fue la enseñanza más grande que nos dejasteis aquella noche de Navidad. Nacer en Dios, nacer de Dios, conlleva una novedad que necesariamente hay que aceptar. Y lo nuevo se realiza a veces en soledad, oscuridad y aceptación de todas las circunstancias que Él manda, y que convierten su presencia naciente en una aventura que cambiará desde entonces la vida “normal” en la acomodación al mundo.
El pesebre de Belén es el mayor signo de la sorpresa que se haya descrito por el hombre, en la novedad que siempre conlleva la obra de Dios. Después de aquella presentación, toda la obra de Jesús será una novedad constante, hasta la gran contradicción novedosa de la cruz y la resurrección. ¡Dios naciendo en pobreza y muriendo en una cruz!
Ni cuenta nos damos a veces de tu cercanía, Jesús de Belén, ni de la importancia que conlleva el que tú, siendo dueño de todo, estés aquí esperando nuestra respuesta a la llamada eterna que sembró en cada uno el bautismo. Ni cuenta nos damos a veces de que en tu Navidad, no solo vienes tú, sino que vamos nosotros porque nos haces ir, porque nos llamas, y tu llamada es dinámica porque nos pone en camino.
María de Nazaret, y ahora María de Belén, que fuiste inmigrante en la tierra que había sido de tu esposo, aunque erais descendientes ambos de David, enséñanos a entender las contradicciones de nuestra vida, las diferencias entre lo que soñamos o prometemos, y las realidades sensibles cercanas, como hicisteis José y tú, que, con la gracia del Niño, supisteis entender las diferencias entre las palabras del ángel y la realidad inmediata, entre la esperanza de Israel y aquella humilde alegría ante un pesebre.
Manuel Requena
Abogado y teólogo