Al finalizar la clase de Religión, don Carlos, el cura del pueblo que se ocupaba de impartir la asignatura, llamó a Julián y a Mario aparte y con rostro muy serio les comenzó a regañar.
—¡Es la última vez que os lo digo! La próxima será en el despacho del director. Y creo que no tendrá la paciencia que yo estoy teniendo con vosotros dos…. Dejad de meteos con Andrés. Le estáis haciendo mucho daño con vuestras macarradas y chulerías. Bastante tengo ya con vuestra conducta en clase para que encima hagáis de matones con un compañero vuestro solo porque no es como vosotros.
—Ya se ha vuelto a chivar el “pringao”… —murmuró en voz baja Julián.
—¡No se ha chivado a nadie! Todo el Instituto sabe lo que hacéis y cómo os burláis de él continuamente. ¡Ya no os lo aviso más! ¡Es la última vez que os lo digo!
Andrés era un muchacho de la clase, poco agraciado físicamente y de inteligencia justita pero con una natural bondad e inocencia, fruto de su profunda religiosidad. Era el menor de la familia más pobre del pueblo y todas esas circunstancias le habían convertido en el blanco favorito de la cruel diversión de los chicos de la clase, capitaneados por Julián y por Mario, que eran los más “malotes”. El Instituto del pueblo contaba con pocos alumnos y todos, alumnos y profesores, conocían muy bien las miserias y grandezas de cada uno, de sus familias y de todo lo que pasaba. Así eran las cosas en los pueblos pequeños. Mario y Julián eran inseparables en gamberradas, algunas rozaban la delincuencia. Sus papás eran de los más acomodados del pueblo, con casas grandes y bonitas en la urbanización de las afueras. Acudían a diario al Instituto juntos en la motocicleta de Julián. Todos los días se cruzaban a la ida y a la vuelta con Andrés, que hacía el recorrido a pie, y le dedicaban una sonora colleja seguida de su preferida dedicatoria: ¡Pringaaaaaooo…! No parecían tener compasión con el pobre muchacho, que soportaba con paciencia las continuas estupideces de estos dos.
Andrés era monaguillo en la parroquia y ayudaba a don Carlos en la misa cada domingo. Había heredado de su madre una fervorosa piedad por las cosas de Dios y ya a sus dieciséis años se estaba pensando lo del Seminario. Don Carlos había que tenido que ayudar en más de una ocasión a la familia por sus frecuentes necesidades en ropa y comida.
Andrés tenía una gran devoción por el rezo del Rosario, la oración más simple y humilde. El camino que a diario le llevaba al Instituto, desde su casa a las afueras del pueblo, lo hacía siempre aferrado a su rosario, uno a la ida y otro a la vuelta. En el camino, cuando veía llegar a toda velocidad en su motocicleta a sus compañeros Mario y Julián, se apartaba un poco para no oír tan de cerca sus gracias y desprecios que ya se habían convertido en una cruel costumbre.
Un caluroso día de junio, cuando estaba finalizando ya el curso, pasaron a toda pastilla; Julián iba conduciendo y Mario de paquete. La cotidiana escena de cada día se volvía a repetir.
— ¡Pringaaaaoooo!
Y Andrés apartándose del camino para que casi no le atropellasen, aferrado a su rosario…. Un poco más adelante, Andrés escuchó un extraño ruido de sollozo, alguien parecía llorar y lamentarse con una voz desencajada. Miró a su alrededor buscando de donde venía el supuesto llanto y se asomó a un pequeño barranco que había en ese tramo del camino. Abajo estaban Julián y Mario tirados en el suelo junto a la moto destrozada. Al ir tan alocados, Julián perdió el control en la curva precipitándose por el barranco abajo. Mario no se movía, estaba inconsciente, tenía un golpe en la cabeza con un hematoma enorme. Julián también tenía la cabeza llena de sangre, estaba confuso y llorriqueante. En su pierna izquierda había una herida espantosa por la que asomaba la punta de la tibia fracturada y de la que salía sangre a borbotones. Julián estaba muy pálido. Andrés al ver a los muchachos bajó tan rápido como pudo hacia ellos sin soltar su rosario enredado en sus dedos.
—¡Madre mía! ¡Madre mía! ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? Repetía sin parar con un enorme nerviosismo, moviéndose de un lado para otro entre los dos jóvenes.
Julián le miraba confuso, quejoso y miraba también su pierna sangrando. Cada vez más pálido y más somnoliento… Mario seguía inconsciente y boca abajo en el suelo. De repente, Andrés, con una gran decisión como de experto sanitario, se acercó a la horrible herida sangrante de Julián y con una habilidad y soltura desconcertantes, tomó su rosario con las dos manos y abrazó con él la herida por encima de su tobillo, comenzando a retorcerlo alrededor de la pierna para detener la hemorragia con ese improvisado torniquete. Era su rosario, el de un niño pobre; una cuerda áspera con múltiples nudos que hacían de cuentas. Los nudos y la aspereza del cordel eran ideales para que cada vuelta se quedase firme sin aflojar y mantener la tensión que controlaba el sangrado. Cada vuelta que le daba hacía gritar más a Julián pero la herida dejó de sangrar por completo.
Luego, se acercó a Mario y le movió inútilmente el hombro para ver si se despertaba, pero no respondía. Tenía muy mala pinta… El pobre Andrés no paraba de rezar jaculatorias mientras subía de nuevo al camino para ver si pasaba alguien. Tras cinco eternos minutos paró a gritos a un vecino que iba en su camioneta a su granja. A los cinco minutos llegó la Guardia Civil. Al poco rato, Mario, aún con vida, y Julián eran trasladados en ambulancia a toda prisa al hospital provincial.
Dos semanas después, en el hospital, el Padre Carlos visita a Julián, aún ingresado.
—Yo estoy bien, ya no me duele casi nada la pierna. Hoy he visto a Mario. Me han dejado entrar a verle un ratito. Sigue en la UVI y conectado al respirador. Ha tenido menos suerte que yo…. Todo esto parece una pesadilla.
—Hay que rezar para que se ponga bien.
— Sí, hay que rezar por tantas cosas…. —dijo Julián con voz pensativa. Ya sé que se lo he preguntado muchas veces pero, ¿por qué pasan estas cosas? Llevo dos semanas aquí y no paro de pensar en cosas que nunca me he planteado: el valor de la vida y su sentido, nuestra actitud frente a los demás, mi estúpida vida adolescente, la irreflexión con lo que he vivido, mi incomprensible crueldad hacia gente buena solo porque lo era, mi insensibilidad ante el sufrimiento ajeno… ¿Por qué somos tan torpes y desde tan jóvenes?
—En Teología eso se llama pecado original —apuntó medio en broma don Carlos—: No te comas tanto la cabeza, de mayores nos reprochamos otra lista de pecados y miserias. Pero me alegra oírte por primera vez plantear eso de ser bueno. Sí, me gusta.
Julián le sonrió y continuó sincerándose con el cura de su pueblo.
—Han pasado solo dos semanas desde el accidente y creo que en este tiempo, aquí postrado entre quirófanos, curas y dolores, he madurado más que en diez años vividos..
—El sufrimiento nos curte, nos hace caer en la cuenta de muchas cosas, nos deja a solas con nosotros mismos y la verdad de lo que somos. Dios lo eligió por algo. Como no vienes mucho a la parroquia te tengo que recordar que en el altar hay un hombre crucificado —continuó el sacerdote con cariñosa ironía.
—Yo vivía en una burbuja de estupideces, de gamberradas y de maldades que ni mi edad justifica. Pobre Andrés, los malos ratos que le hacíamos pasar y que soportaba en silencio. ¿Por qué nos divierte el mal? ¿Qué tiene la bondad que tanto me cuesta abrazar? Sin embargo, mira lo que hizo Andrés. Si no llega a bajar a ayudarnos y me ata ese rosario en la pierna yo no lo cuento. ¿Cómo se le ocurriría algo así a una cabecita tan pequeña como la suya? Si en su vida había visto una escena así. Solo sabe de misas y rezos…
—Es verdad, ¿cómo un “pringao” ha podido salvarte la vida a ti, el más guay del “insti”?
—No se aproveche de mi debilidad en estos momentos, don Carlos —le dijo el muchacho sonriendo de nuevo.
—Cabeza pequeña como dices, pero corazón grande. Eso es lo que nos salva, y salva a los demás. No lo olvides.
—¿Cómo olvidarlo? ¿Por qué no viene a verme de nuevo?
—Ya lo hizo los primeros días de tu ingreso. Te recuerdo que no eras precisamente su amigo del alma. Además, tiene mucho que estudiar todo el verano porque le han quedado varias y ya sabes que quiere hacer la carrera de cura, que es de las más difíciles.
Julián, esbozó nuevamente una sonrisa.
—Si Andrés se hace cura de mayor, hasta yo creo que iría a misa…. Tengo tantas ganas de darle las gracias de nuevo por lo que ha hecho conmigo. Tengo tanta necesidad de pedirle perdón por las miles de veces que le hice sufrir. No comprendo cómo he podido ser tan estúpido. Hacer daño al inocente por diversión. ¡Qué bajo podemos caer!
—Dios nos conduce por sus caminos cuándo y cómo Él lo decide. Ahora te toca rectificar muchas cosas, estás a tiempo. Todo esto tiene algo de bueno, ¡ya lo verás!
—Sí, me voy a quedar cojo de una pierna pero creo que con todo esto purgaré mi espíritu. Pero el pobre Mario, ¿podrá salir de esta y tener la oportunidad de hacer lo mismo que yo?
—¿Qué hicisteis con el rosario de Andrés? Yo le regalé uno al pobrecillo porque se quedó sin él con el follón del accidente.
—Los médicos supusieron que me lo querría quedar de recuerdo y después de salir del quirófano se lo dieron a mis padres. Esa cuerdecita de nudos evitó que me muriese.
—Mira más allá en todo esto. Esa cuerdecita es un sencillo instrumento para rezar a la Madre de Dios y decirle muchas veces que la queremos y nos acordamos de ella. Cada cuenta del rosario es un beso a nuestra Madre del cielo. Yo creo que fue ella la que abrazó tu pierna ese día para evitar que te desangraras. Andrés fue su humilde instrumento. Así son las cosas de Dios, personas humildes de las que se vale el Cielo para hacer el bien que quiere en la tierra. Pregúntate por qué ese día un muchacho al que maltratabas a diario baja a un barranco al verte malherido y te salva la vida. Eso es lo que tienes que preguntarte… Interrógate qué otras sangrías de tu vida y de las de otros hay que parar con esa oración. Hay muchos torniquetes a tu alrededor que hacer.
—Me lo pregunto a diario. No se ría, don Carlos, pero estoy rezando cada día con ese rosario para que Mario se ponga bien. Lleva la sangre de un necio que quiere cambiar y el tacto de un muchacho bueno al que quiero imitar.
Pasaron tres semanas más de hospitalización y por fin Julián fue dado de alta. Le quedaría para siempre una ligera cojera en su pie como secuela y recuerdo de aquel horrible accidente. En el hospital siguió ingresado Mario pero salió de la UVI y el peligro por su vida pasó. A ambos les quedaban muchos meses de rehabilitación por delante. Julián no dejó de rezar cada día con el rosario de Andrés; ese basto y pobre rosario que una tarde de verano le salvó la vida corporal y ahora le salvaba la vida del espíritu. Ya nada era igual. Con el paso de los años, Andrés consiguió, a pesar de su dura cabecita, entrar en el Seminario y con él, su nuevo e inseparable amigo para toda la vida, Julián.