En aquel tiempo, entró Jesús en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: «Mi casa es casa de oración»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos.»»
Todos los días enseñaba en el templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo intentaban quitarlo de en medio; pero se dieron cuenta de que no podían hacer nada, porque el pueblo entero estaba pendiente de sus labios (San Lucas 19, 45-48).
COMENTARIO
En el Evangelio de hoy descubrimos a Jesús desplegando toda su ira ante lo que encuentra a las puertas del Templo y nos resulta extraño porque no es la ira un sentimiento que esperemos de Él.
Por esta razón, es importante pedirle a Dios que nos dé una luz especial para comprender cuál es el sentido de su gran enfado, de su respuesta airada ante lo que ve.
El Templo es el lugar de adoración de los hombres, es el espacio de encuentro entre los hombres y Dios.
En este caso, se trata de un templo de piedra pero como Jesús dijo a la samaritana (Juan 4), templo es cualquier lugar donde podamos adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, más allá de las limitaciones geográficas.
Pero este lugar de encuentro, no importa donde se halle es lugar de adoración, lugar sagrado, lugar elegido por Dios para hablarnos y escucharnos, suficientemente importante para que nada ni nadie lo ocupe más que la misma adoración.
Todo aquel bullicio a las puertas del Templo de Jerusalén denotaban un desprecio por el sentido central de aquel lugar, mostraban algo que tantas veces se da cuando el encuentro con Dios no nos resulta suficiente, y necesitamos adornarlo con convenciones sociales, con actividades del mundo para encontrarlo estimulante.
Y en el fondo no es más que una falta de interés por Dios mismo, en toda su grandeza
“Solo Dios basta” decía Santa Teresa en su bello escrito para poner la diana en el mensaje central que guía la vida de los cristianos verdaderos. Nada más es necesario y, si no es así para alguno de nosotros, pongámonos de rodillas ante Dios para que nos conceda la grandeza de llegar algún día a creerlo, vivirlo, y experimentarlo.
Cuando Dios ocupa nuestro templo interior, el tiempo dedicado a Él, es un tiempo desnudo, sin ruidos, sin adornos, tiempo de fijar nuestros ojos en Él y en su belleza.
Tiempo de intimidad y , por lo tanto, tiempo a solas, tiempo de adoración.