En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré.
Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado» (San Juan 16, 5-11).
COMENTARIO
Juan es el único evangelista que nos transmite este largo discurso de despedida de Jesús después de la última cena, la noche en que es entregado por Judas; este pasaje pertenece a la segunda parte. En la liturgia de este año ya hemos vivido la Pascua, pero la iglesia nos presenta como anticipo de la marcha en la Ascensión, este recuerdo de su despedida. En los capítulos catorce y quince Jesús ha ido declarando su divinidad, que por las preguntas de Tomás y Felipe vemos que tenían confusa, con rotundas frases inéditas en otros fundadores de religiones: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, “el Padre y yo somos uno”, “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”.
Ahora ya no le preguntan adónde va, pero se llenan de angustia ante la posibilidad de que les deje solos. En varios párrafos del discurso, se nos muestra el deseo de Jesús de aminorar el terrible schock que su muerte va a causar en sus amigos, versículos más adelante les anuncia “una gran alegría que nadie podrá quitarles”, que es sin duda su resurrección. Aquí quiere prepararles para la venida del Paráclito, en griego consolador, y Jesús asegura: “Es necesario que me vaya para que él venga”
Estamos viviendo un tiempo doloroso en todo el mundo, ha irrumpido, de forma fantasmal, un asesino cruel. Nos cogió desprevenidos y mal pertrechados y parece burlarse de nosotros con una sonrisa en su máscara de espora inocente. Se ha llevado ante nuestro espanto, las vidas de los ancianos desprotegidos, a los más débiles aquejados de otras dolencias, y a los médicos y sanitarios, como una legión de mártires de su deber. El drástico sistema de protección, necesario ante la dureza de su ataque, dejará sin vivienda, sin trabajo, sin comida a millones de seres humanos. Estamos tan desconcertados y desvalidos que nos aferramos a esta promesa del Señor, que en este tiempo parece escondido: Enviará al Espíritu consolador y más tarde volveremos a la alegría. Necesitamos consuelo y fortaleza para tomar con serenidad decisiones nuevas que cambiarán nuestra rutina. Nada será lo mismo, es buen momento para pensar si quizá hemos estado demasiado seguros de nuestras capacidades y comodidades de la sociedad del bienestar, avances científicos, culturales, tecnológicos. Internet se ha presentado como la panacea con la enseñanza a distancia, el teletrabajo, y lenitivo de la rota comunicación familiar y afectiva, especialmente con los ancianos. Brillan en lo oscuro los ejemplares detalles de solidaridad y desinteresada ayuda, que se han dado en estos momentos… sí, pero son demasiados los que no participan en los avances ni en el bienestar.
“Juan, evangelista del ‘logos de Dios’ se presenta como testigo primordial del Espíritu” (Etienn Charpentier) desde el comienzo de su evangelio muestra su interés por situar la unidad trinitaria. El Paráclito no solo viene a consolar y fortalecer a sus atribulados discípulos, viene a fundar una Iglesia destinada a conformar la sociedad que se boceta en los evangelios. Una sociedad de hermanos, hijos de un Padre –Dios Amor-.
Cristo se declara aquí juez de un mundo que, a la luz del Espíritu, quedará condenado y convicto de pecado. El mundo en Juan no es el planeta tierra, sino la vorágine del egoísmo, del “yo para mi”, difícil de erradicar. Jesús condena con dureza esta mundanidad, de la que tanto nos habla el papa Francisco como causa de muchos males, arraigada en el mundo imperante hoy como individuo, como pueblo, como grupo, como tipo de civilización. Todo es egoísta y cerrado.
Jesús se declara acusador y juez de un mundo que se niega a conocer a su salvador, “la vida del discípulo de Jesús es una condena constante de ese mundo” (J.E Schenk), debe serlo. El espíritu de Dios viene no solo a consolar, sino a iluminar el pecado, el error, la injusticia. Esperemos que llegado el momento post virus, sea adecuado para conocer con la luz del Espíritu Santo, la incoherencia entre la Buena Nueva evangélica y el axioma del egoísmo personal y social instalado hoy como base para la prosperidad del mundo.