En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré.
Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado» (San Juan 16, 5-11).
COMENTARIO
La liturgia de la Palabra de Dios a partir de este sexto Domingo de Pascua nos quiere preparar para acoger el Don del Padre y del Hijo, el fruto de la Pascua: el ESPÍRITU SANTO. Él es el alma de la Iglesia, el que nos adentra en el conocimiento e intimidad con el Padre al que, unidos a Él, podemos llamar ¡PAPÁ!, en arameo, ¡ABBÁ! Él es quien da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; Él es quien pone en pie a los cristianos para que demos testimonio de la Resurrección con valentía y atrevimiento; Él es SEÑOR Y DADOR DE VIDA, «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» -afirma San Pablo- en Rom 8, 9. Él es, “cuando venga, quien dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado” (Jn 16, 8-11). Está próximo el final del Tiempo Pascual. El evangelio de Juan nos va descubriendo con especial énfasis el gran don prometido por Jesús: el “Paráclito”, el Defensor, el Espíritu Santo. Para derramarlo sobre los discípulos es necesario que él “se vaya” (alusión a su muerte y resurrección). La tarea de este Espíritu será esencial y variada: llevar a los discípulos a una comprensión profunda del misterio de Jesús (de su persona y de su mensaje); sostener su fe frente a las adversidades que su predicación va a suscitar; dar a su palabra una poderosa fuerza de convicción; despertar en los corazones bien dispuestos la adhesión a la nueva fe; descubrir el carácter escatológico –es decir, definitivo- de la revelación de Jesús para la salvación del mundo. Esa misión del Espíritu glorifica a Cristo, al estar totalmente orientada a hacernos asimilar y difundir la realidad manifestada en él; y glorificando a Cristo, glorifica también al Padre, a quien Cristo Jesús vino a revelar. Es una magnífica síntesis narrativa del misterio íntimo del Dios-con nosotros: el Padre nos comunica su designio de amor al enviarnos a Jesús, su Hijo, y nosotros podemos comprenderlo, vivirlo y difundirlo gracias al Espíritu Santo, enviado a su vez “desde el Padre” por Jesús resucitado.
Por desgracia, muchos bautizados no conocen al Espíritu Santo que es una Persona Divina y sin conocerlo no pueden amarlo y sin amarlo les es imposible seguirlo y sin seguirlo se quedan viviendo en la mediocridad. Necesitamos prepararnos estas dos últimas semanas del tiempo pascual para esperar y acoger, en un ambiente de silencio y oración, la PRESENCIA AMOROSA del DULCE HUESPED DEL ALMA. Hemos de gritarle: ¡Ven, Espíritu Santo, renueva mi corazón!, ¡Ven, Espíritu Santo, vivifica y santifica tu Santa Iglesia!,¡Ven, Espíritu Santo, y conviértenos a cada uno de los bautizados en un instrumento fecundo al servicio de la evangelización de esta generación!
Sí, ya nos lo recordó el Papa Pablo VI, «no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece. Él es el alma de esta Iglesia. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por El, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado. Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o sicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor.
Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa un puesto eminente en la vida de la Iglesia, actúa todavía mucho más en su misión evangelizadora. No es una casualidad que el gran comienzo de la evangelización tuviera lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu. Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación. Pero se puede decir igualmente que Él es el término de la evangelización: solamente Él suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana. A través de Él, la evangelización penetra en los corazones, ya que Él es quien hace discernir los signos de los tiempos —signos de Dios— que la evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia» (EN, n. 75).
Para pedir el don del Espíritu Santo, oremos con este bellísimo y místico texto compuesto por Kiko Argüello, ¡nos hará mucho bien!: “El Espíritu Santo es el yugo suave, afable y ligero, lleno de comprensión, lleno de misericordia con nuestras faltas, lleno de ternura y amor sin límites. Es paciente, es benigno, es el sumo bien, es el Don de Dios, es la garantía de la Vida Eterna, es el Paráclito. Habitando en el hombre, nos perdona siempre, habitando en el hombre, espera siempre. Lo comprende todo, lo excusa todo. Nos defiende siempre y nos enseña a ser pacientes con nuestros pecados. Nos dice quiénes somos, y nos dice dónde andamos, cuál es el camino y por qué sufrimos. Nos dice que en nuestra vida todo es santo, que nuestra historia es Santa, y nos conduce al abandono total en Cristo. En él nada se pretende, se acepta todo, se soporta todo. Porque parecerse al Señor sobre la Cruz es nuestra gloria, es la verdad, es la santidad, es nuestro ser Cristiano”.
¡Ven Espíritu Creador, visita nuestra mente, llena de tu amor el corazón que has creado!