Ayer José Manuel y yo tuvimos una experiencia fantástica, que espero volver a vivirla muchas más veces. No fue nada extraordinario, pero sí fue un motivo de alegría para ambos. Me explico. Nuestros hijos mayores están entrando en ese tiempo de la adolescencia —que por cierto, cada vez empieza antes; ahora, a los trece años, ya hay signos evidentes de «adolescente precoz»— y nosotros estamos atentos, con vértigo y con la inexperiencia del que se estrena en estas lides.
La verdad es que, de momento, no tenemos queja; pero hay que sentar las bases para que podamos pasar todos por este trance de la mejor forma posible. Así que ayer, aprovechando que las pequeñas y medianas se habían ido a divertirse con su tía, vimos la oportunidad de hablar sosegadamente con los mayores, en el marco del rezo de las Laudes del domingo. Y tengo que decir que todos salimos muy contentos. Creo que la clave está en mantener una buena comunicación. Aderezada con unas cucharaditas de sinceridad, paciencia, comprensión…
—Bueno, «estamos» entrando en la adolescencia y vuestro padre y yo queremos pasar por esta etapa sin sufrir demasiado… sufriendo lo menos posible… —Así comencé yo la conversación, que por respeto a la intimidad de nuestros hijos, no voy a transcribir literalmente; me limitaré a decir que se sentó un buen precedente para conversaciones posteriores. Siguió su padre:
—Mamá y yo, ya sabéis, tenemos muchos defectos; pero hay una cosa importante que os queremos decir: Que en vuestras decisiones, contéis con Jesucristo. Él está en nuestra familia y sin él seguramente mamá y yo ya no estaríamos juntos. Él nos ayuda a perdonarnos, a querernos, a respetarnos; sois unos privilegiados… Muchos chavales de vuestra edad no conocen a Cristo, nunca nadie les ha hablado de Él; vosotros lo conocéis, Él os ayudará con su Palabra, con su cuerpo y con su sangre. Sabéis que podéis contar con Él y también con nosotros.
En medio de la conversación, surgió el tema de los embarazos no deseados.
—Por favor, no abortéis. Si alguien deja embarazado/a a alguien, dadme el niño a mí, que yo lo cuido. Ya sé que no está en vuestras expectativas.; pero por si acaso.
—Sabéis que podéis contar con nosotros, con nuestro apoyo —concluyó José Manuel.
Ellos/as estaban alucinados. Creo que fuimos directos, sinceros, y creo que este tipo de conversaciones son necesarias. Aunque ya empiezan a tener su independencia, les gusta que los escuchen, que los aconsejen, que los comprendan. A alguno se le escapó alguna lagrimilla; ya empiezan los «males» de amores, las decepciones, el no gustarse uno mismo, las rebeldías…
Recuerdo que un catequista amigo nos decía: «Nosotros, con nuestro hijo el mayor hemos hablado mucho; mucho… A veces nos daban las tres de la mañana y estábamos aún de palique, en el salón».
Me ha asombrado la capacidad de escucha que tienen. Es curioso, pero es cierto que todos llevamos sellado en el corazón la necesidad de amar y ser amados… ellos buscan esto mismo.
Vienen a mi recuerdo las palabras de Juan Pablo II —yo entonces era una infante de diecinueve años, y para mí fue muy importante que alguien me propusiera metas altas—: «Abrid las puertas a Cristo. Aspirad a los bienes de arriba, esforzaos por entrar por la puerta estrecha». A mí aquello me sirvió; nuestros hijos y todos los jóvenes en general tienen hambre de ideales verdaderos. Ojalá no les demos a comer basura, sino leche y miel, como dice la Escritura. Ojalá abramos sus mentes y sus corazones a esa esperanza que no defrauda: Cristo.
Y ojalá lo puedan tocar, hecho carne, en las personas con las que se relacionan. Les hemos hablado de los amigos, de lo importante que es saber discernir, saber acompañarse de personas con valores, personas que busquen el bien. Les hemos hablado de los novios y las novias; del respeto que se ha de tener al otro/a. Y por lo que he podido entrever, no se conforman con un amor de quita y pon; de que no se trata de salir con alguien, por salir; que la persona que elijan sea con miras a formar una familia cristiana.
Sabemos, por experiencias de amigos nuestros, lo mal que se pasa cuando uno tiene un proyecto de vida, y el otro no «comulga» con esas ideas. Todo se resiente. Es muy importante que en el noviazgo los dos miren en la misma dirección.
Hemos hablado de lo divino y de lo humano. Y yo por lo menos, al terminar, he sentido una alegría profunda. Porque en esto no estamos solos. Y esta es nuestra baza secreta, que el Señor también tiene algo que decir y hacer en la formación de nuestros hijos.
Este es nuestro descanso, que adonde nosotros no lleguemos, llegará Él.