«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu, purificación lo que mandó Moisés”. Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a el de todas partes». (Mc 1,40-45)
Estamos en presencia de un hombre que sufre dolor en el cuerpo y soledad en el corazón. La soledad de la herida y la soledad de la sociedad se compaginan para lacerar al alma. Veamos la historia del leproso del Evangelio:
Este hombre enfermo va buscando soledades por imperativo legal y probablemente también por inercia psicológica. Está adiestrado en el mundo de los solitarios y ya parece no querer otra cosa sino soledad. Es un misterio que se constata frecuentemente en la vida de cada día, ver personas que buscan alivio a su sufrimiento buscando más sufrimiento, buscando rincones donde poder desahogar su llanto, acentuando así mucho más lo acerbo del dolor. Esto que considero cierto no implica necesariamente actitudes masoquistas, pero tampoco ha de ignorarse la posible tendencia enfermiza que puede derivarse de un agudo o mortal sufrimiento.
En medio de este contexto enfermizo de soledad existen ventanas abiertas, posibilidades de curación. Este hombre enfermo está ya empezando, sin saberlo, un camino de oración. Aunque la soledad es patrimonio de todo egoísta, de todo hombre que se cierra al amor… y constituye el apreciado tesoro del reino de Satanás, es también la antesala del Cielo, la casa de una profunda oración, el paraíso de los monjes. En el leproso se va dando un paso progresivo y la vez instantáneo de la soledad nociva a la soledad divina (la sonora); paso de la dantesca soledad infernal a la divina soledad tan alabada por san Juan de la Cruz. Recuerdo la poesía de un seminarista que comprendiendo el valor de la comunidad, se despedía de su egoísmo con una poesía que comenzaba así: “Adiós soledad, la Trinidad me llama…”
Es la soledad de la oración y no la soledad psicológica la que va a provocar la curación de este hombre. Así, tres actitudes oracionales vemos en él: se hace presente a Cristo, le ruega y se arrodilla ante él. Sí, está a solas con el Señor, y le ruega con sabor de Espíritu Santo (el verbo usado es parakaleo), con ansias de cercanía divina, con la tendencia unitiva del Espíritu; pero no sabe arrodillarse aún con actitud pneumática.
El verbo usado indica un simple arrodillarse de cortesía, un simple movimiento corporal, pero no estamos aún en la proskínesis, en la postración, en la actitud propia de adoración. Tiene mucho ganado pero tiene todavía que dialogar más con Cristo para perfeccionar su oración. No se trata de caer simplemente de rodillas en actitud suplicante sino de adorar, rostro en tierra. Con todo, en opinión del sabio jesuita Antonio Orbe, es preferible hacer la oración, aunque sea imperfecta, a no hacerla.
Cuando uno habla de rodillas, mirando al otro desde abajo, educa su lengua y modera modales: “Si quieres…” La humildad es educativa, formativa, suele alcanzar cuanto desea. La soberbia es venenosa y a la larga no obtiene beneficio alguno.
Dice el texto que el Señor se compadeció, se enterneció. Pero sabemos que otros códices dicen todo lo contrario, que se molestó. Es buen criterio exegético escoger de entre dos versiones la más difícil como la auténtica y original. No es el momento de entrar en enredos interpretativos pero opto por esta última pues mueve a más unción. Santa Teresa de Jesús cuando no entendía algún misterio lo dejaba estar, penetrando así más y más en lo insondable de Dios. Hay que procurar, en expresión de Gabriel Marcel, evitar que el misterio degenere en problema.
Si tomamos por cierta esta lectura difícil, nos encontramos pues con un Cristo que cura con una cierta brusquedad, extendiendo la mano y tocando. Tres actitudes propias de la pedagogía divina. No rechacemos la medicina de Dios. La infinita ternura de Dios se reviste a veces de un cierto amargor. Dejemos estar al misterio, dejemos que pueda desplegar toda su eficacia al modo divino, no impidiendo con nuestros prejuicios las maravillas de un milagro.
Cuando Cristo extiende su poder y lo toca está derramando aroma de Génesis. En este precioso momento está recordando su papel de Creador en los albores de la materia, cuando Adán abría sus ojos por primera vez. Es el tocar de Dios el que genera vida. Al enfermo en este caso no lo cura ni la sola palabra ni el solo contacto físico; lo sana EL Verbo encarnado, un Hijo que acaricia nuestra enfermedades con un amor nunca visto. Es el Hijo… que está pasando. Es el Hijo predilecto que cuando me une a su Carne me habla y cando me habla me une a Él. Diálogos eucarísticos donde la carne del Verbo sana toda dolencia y sacia toda sed.
El tono severo reaparece cuando el Señor le manda con dureza que no se lo diga a nadie. Pero de nuevo la pregunta: ¿por qué esta brusquedad? Dejemos estar al misterio… para más amor, para alcanzar más humildad. Todo lo hizo bien, todo lo hace bien, todo lo hará bien. Es la Teología del Génesis la que queda escondida entre estos renglones del evangelista.
El leproso ha reconocido su enfermedad, ha reconocido la necesidad de ayuda, y por otra parte, divulga el hecho. En su humildad se reconoce indigente y, una vez curado, se lanza a un apostolado loco. ¿Hago yo lo mismo? ¿Reconozco mi debilidad? ¿Divulgo la Buena Nueva? ¿Me creo autosuficiente? ¿Vivo la vida como un mero espectador acomodado? ¿Me encierro en un estéril egoísmo desbaratando mi vida apostólica?
Este hombre ya sano, en su ingenua ilusión, desobedeció a Cristo. Pero este no es el asunto principal. Lo que estamos presenciando es un traspaso de la soledad inicial de un leproso a un Cordero que carga con nuestras enfermedades. Dice el profeta Jeremías que Israel se había hecho hermosa en la soledad (cfr. Jr 31,1-2). Esta persona se ha hecho hermosa en la Soledad contemplativa , dejando su soledad enferma en los hombros del Buen Pastor: “Se quedaba fuera, en parajes solitarios”. Esta es la redención: los hombres salimos corriendo porque Uno queda clavado. Todo el mundo conocerá que este hombre puede incorporarse a la vida normal de los demás, sí, pero a costa de Uno que llevará una vida de amor no normal, de amor extremo.
Las situaciones límites, decía el filósofo Jaspers, están diseñadas no para hundir sino para sacar lo mejor de uno mismo. La lepra, la cruz, bien gestionada, genera una vida superabundante, una vida crística. La carne leprosa de Nahamán el sirio quedó rosa como la de un niño porque aceptó la humillación de su persona y la oscuridad en el entendimiento (cfr. 2 R 5). Dejemos estar al Misterio…, para más amor, para más humildad.
Francisco Lerdo de Tejada