Hay un dicho continuamente repetido por no pocos de los situados en el relativismo modernista: “Todas las religiones son iguales” ¿Cómo puede sostener tal falacia usted que, a nada que repare en las noticias del día, puede observar cómo, en nombre de la propia religión, unos asesinan y persiguen mientras que otros defienden y acogen, aunque esto último sea con ciertas reticencias que, al final, verá usted cómo se resuelven?
Se nos responderá que no todos éstos que defienden y acogen a los refugiados son cristianos. Por supuesto que así es; pero también es verdad que, de una forma u otra y a los largo de los siglos, superando mil y una vicisitudes, reconózcanlo o no, sigue en la mayoría de sus conciencias un más o menos fuerte eco de aquello que precisó de forma categórica el Divino Maestro: “se reconocerá que sois discípulos míos en que os amaréis los unos de los otros” (Jn. 13,35), los mismos a los que, al final de los tiempos, dirá: “porque tuve hambre y me diste de comer…, era forastero y me acogiste” (Mt. 25,35).
Ni la “Ley del Talión” -el ciego sectarismo- ni la “pasividad” de tantos que ven bajo el mismo prisma a todas las religiones vienen al caso para resolver el masivo éxodo consecuencia de la persecución de unos desalmados y bien pertrechados fundamentalistas. Éstos, de rondón, a fuerza de crueldad y al amparo de subterráneos intereses, están imponiendo una bárbara satrapía en lo que antaño fueron territorios medianamente pacíficos -aunque con sus problemas que, muy probablemente, las llamadas democracias occidentales debieran haber tratado de otra manera-. El hecho actual es que una oleada de sangre y fuego asola parte de la tierra que es de todos y que, por lo mismo, a todos nos afecta ese sobrevenido problema que requiere grandes dosis de buena voluntad para ser resuelto.
Llaman a la puerta y la Unión Europea puede, debe y, tras agobiantes disquisiciones, seguro que responderá en virtud de lo que en ella sigue un aún vivo: el rescoldo del Cristianismo, un valor que es parte fundamental de su Historia y persistente garantía de su actual forma de vivir.
Claro que de muy poco servirán las decisiones políticas si, en la parte que nos toca, no asumimos la responsabilidad de acoger como hermanos a todos de los que huyen de tanta calamidad e, incluso, de un inmisericorde martirio. Sobran, pues, las evasiones demagógicas y se impone una actitud realmente cristiana tanto por parte de los poderes europeos y nacionales como de los ciudadanos que presumimos de cristianos.
Antonio Fernández Benayas