En aquel tiempo, dijo Jesús:
-« ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidas de sayal y sentadas en la ceniza.
Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras .
Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno.
Quien a vosotros os escucha a mi me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado». Lucas 10, 13-16
Acoger o rechazar. Entre estos dos polos se juega la vida de todo hombre. Al fin de al cabo no se trata sino de otra perspectiva del amar o no amar.
Nuestros primeros pasos en la vida humana y natural dependen de la acogida que nuestros padres han hecho de nuestra existencia y de nuestro ser. Incluso en el seno materno, el niño percibe muchas cosas ,entre ellas, el cariño o rechazo que se le tiene. Estas primeras percepciones configuran mucho la vida después.
También ocurre algo parecido en el plano de la gracia, pues Dios no es ajeno a la naturaleza que ha creado y muchas veces utiliza lo humano como un trampolín válido para realizar sus designios divinos que son siempre “más altos y elevados que lo que el hombre puede imaginar”. Así es hermoso que Dios desee también que su gracia sea acogida en nosotros como una pequeña semilla que hay que amar y cuidar.
Nuestra mayor vocación aquí en la tierra es llegar a acoger esa encarnación diminutiva que Dios desea hacer en sus criaturas y así poder llegar a ser descanso de Dios, morada de Dios, casa de Dios.
Para ello es necesario que el hombre abra su corazón en una respuesta de amor y acogida cálida de la gracia, de la voluntad de Dios y, sobre todo, de la misma Persona de Jesucristo.
El mismo ser de Dios no son sino Tres Personas que se acogen mutuamente en un círculo de amor que no está cerrado en sí mismo sino que es abierto. El muy conocido cuadro de la Trinidad de Rublev no es sino una representación gráfica de esta verdad. En él tres ángeles en figura de peregrinos con bastón, hablan entre ellos pero no con la voz sino con la mirada. Hay serenidad, comunión, diálogo. En el centro una copa con el rostro de Cristo en su interior alude al cáliz redentor que el Hijo deberá apurar. Pero lo más hermoso de este cuadro es que esta maravillosa y única unión trinitaria se abre a todo aquel que contempla el cuadro y que cierra con su presencia el círculo desde el exterior de la imagen.
Nos dice el Evangelio -en otro pasaje distinto a éste de la dolida recriminación de Cristo por la falta de conversión de las ciudades de Corozaín y Betsaida – la gran tragedia que experimenta el Hijo de Dios en su venida al mundo. Así el prólogo del cuarto Evangelio exclama: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.
Dios siempre pasa por nuestra vida deseando que le abramos la puerta para poder entrar y derramar en nosotros todos los dones de su gracia, tesoros inimaginables que Dios reserva en esta vida para sus amigos. Pero, para que Dios pueda dar y darse a sí mismo, necesita que le presentemos nuestras manos abiertas y vacías. El egoísmo cierra a la persona y la repliega sobre sí misma. Es este un caldo de cultivo óptimo para que el demonio nos pueda trabajar a sus anchas y cada día vivamos más lejos de Dios y más insatisfechos.
Por el contrario, la persona que está abierta al amor y pasa su existencia pendiente de Dios y del prójimo al demonio le resulta invencible pues nada es más contrario a él que el amor.
El amor que Dios desea de nosotros no es un sentimiento, es una decisión. Es la decisión más importante que debemos tomar en esta vida y de la que pende nuestra historia de felicidad aquí en la tierra y, sobre todo, en el cielo. Quien decide amar por encima de todo, amará por encima de todo. Y el amor nunca es inútil ni cae en saco roto sino que Dios recoge cada gota de amor para hacerla fecunda para nuestro bien y el de toda la humanidad.
Nadie se arrepentirá nunca de haberse entregado al amor como confesó Santa Teresita del Niño Jesús en el postrer momento de su vida.
El amor es la solución de todos los problemas y para él nada es imposible. No hay ninguna vida por rota y aniquilada que parezca que Dios no pueda reconstruir a través del amor. No hay que tener miedo a amar aunque esto implique pasar por momentos duros de sufrimiento.
Si nos trabajamos con fortaleza y perseverancia para amar más y mejor cada día, el Señor no nos negará nada. Entonces comprenderemos que teniéndole a El lo tenemos todo y que todo lo demás es paja. Habremos plenificado completamente nuestra existencia y hecho de nuestra vida una historia de salvación para nosotros y para otros muchos.
El peso de nuestro amor será el peso de nuestra gloria, como expresó certeramente San Agustín. Y por esta gloria imperecedera merece la pena darlo todo, sin reservarnos nada.