En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa.
Los discípulos se le acercaron a decirle:
«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo».
Él les contestó:
«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga». (Mt 13,36-43)
Jesús explica a sus discípulos la parábola de la cizaña en el campo. Se trata de una magnífica descripción de la situación del mundo y del transcurso de la historia.
En el mundo creado por Dios no hay razón alguna de mal. Como dice el relato de la creación, a cada palabra creadora de Dios sigue el consabido estribillo: “y vio Dios que era bueno”. Si todo ha sido creado bueno por Dios, ¿de dónde, entonces el mal? La parábola nos lo explica con toda claridad. El mal, la cizaña, ha sido sembrado por el maligno. Ha sido el demonio, que en forma de serpiente, engañó a Eva y en ella a toda la humanidad, sembrando en el corazón de cada uno, la duda sobre el amor de Dios e incitando al hombre a independizarse de su Hacedor, con lo cual ha introducido la muerte y el pecado que engendra más muerte. Esa es la razón por la que hay cizaña en el campo sembrado de buen trigo.
Pero, ¿por qué no arrancar la cizaña, como insinúan los criados del Señor? Este es uno de los grandes misterios de la existencia humana, pero que, sin embargo, tiene su explicación en el ser de Dios. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Dios ama a su criatura y busca siempre su bien, aunque ésta se rebele contra Él. Dios mira la cizaña con misericordia, porque conoce el corazón del hombre y sabe que éste es débil y fácilmente manipulable. El hombre que obra mal, ha sido engañado, la culpa es del maligno que sembró el mal en su corazón. Por eso, Cristo no ha venido a juzgar sino a salvar, y por eso el juicio no está permitido mientras el hombre viva sobre la tierra. Habrá, sí, un juicio, pero cuando llegue el momento de la siega, no antes. Ahora es tiempo de misericordia, no de juicio.
La Iglesia, el cristiano, no juzga ni condena a los obradores de maldad. Sabe que han sido engañados y ruega por ellos y les habla a ellos para reconducirlos a la verdad, porque a diferencia de la cizaña, el hombre puede cambiar y dejar de ser tinieblas para convertirse en luz. Cierto que no es fácil la labor y, hasta cierto punto, peligrosa, porque quien ha sido engañado se revuelve contra los que le muestran la verdad, como quienes han vivido largo tiempo entre tinieblas se muestran deslumbrados y no aman la luz, pero por amor al caído, el cristiano, como Cristo, da la vida y busca sin importar las dificultades, a la oveja perdida. Por ello, cuando la Iglesia habla la verdad en contra de la mentira ideológica en la que vive nuestra sociedad, no lo hace por odio sino por amor. Odiaría de verdad si dejara al caído en su foso o dejara de buscar la oveja perdida o no le importara que el hombre viva en el engaño y la mentira.
No se arranca la cizaña, no se condena a los agentes de maldad; se les mira con misericordia según es la mirada de Dios; se les anuncia la verdad y se va en busca del que se perdió sin temor a que en el camino escabroso queden girones del vestido y arañazos en la piel, o algo más, en algunas ocasiones. Pero no importa porque el amor lo puede todo.