«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu, purificación lo que mandó Moisés”. Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a el de todas partes». (Mc 1,40-45)
Mientras estoy preparando este comentario recibo un correo de mi amigo Juli con un enlace a Religión en Libertad donde se cuenta la conversión de Joe Eszterhas, guionista de “Instinto básico”, película estandarte del género de sexo y violencia. Un cáncer de garganta lo lleva a la desesperación, pero en lo más profundo de este pozo tiene el mejor encuentro con su Salvador. Son palabras suyas: “Me senté en la acera, sudando, temblando, tratando de expulsar a los bichos de mi tráquea, tratando de respirar, y rompí a llorar. Dije: ‘Por favor, Dios, ayúdame’”.
En el evangelio de hoy podemos ver esta misma situación desesperada en el leproso. Apartado de la comunidad por la impureza de su enfermedad, se acerca a Jesús con toda humildad y con una gran fe. Reconoce el poder de Dios y, al mismo tiempo, su condición de criatura, sin ningún derecho ante su creador: “Si quieres, puedes limpiarme”. Esta es la actitud que se requiere para recibir el beneficio de la misericordia de Dios, que por otra parte siempre está a nuestra disposición, aunque no siempre nos alcanza porque nosotros no nos ponemos a tiro.
En palabras del Papa Francisco: “El problema no es ser pecadores, sino no arrepentirse del pecado; no tener vergüenza de lo que hemos hecho (…) pecadores, sí, todos: corruptos, no”.
Tenemos en la Iglesia un sacramento que nos deja totalmente limpios, como al leproso, pero que requiere las condiciones necesarias. Dice el Papa: “Jesús en el confesionario no es un producto de limpieza en seco. La posibilidad de avergonzarse es una verdadera virtud cristiana, e incluso humana. Bendita vergüenza. Así es como llegamos a ser conscientes del mal realizado. El confesionario es el lugar donde Dios nos invita a experimentar Su ternura”.
El sacramento de la reconciliación no es solo para situaciones desesperadas, sino una gran ayuda de Dios para la vida ordinaria. No es necesario caer en lo más hondo para experimentar la misericordia de Dios,. Solo es preciso detenerse un poco para seguir los pasos prescritos por la Iglesia: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, y ser obedientes y no tener miedo de los otros dos, porque, como al leproso, el Señor nos envía a presentarnos al sacerdote y nos prescribe una ofrenda. El sacerdote actúa como testigo de nuestra conversión, y al mismo tiempo es el mismo Jesucristo, que nos dice “quiero, queda limpio”.
Cuando tenemos una vida cómoda tendemos a creer no necesitar a Dios, o a usarlo como talismán para solventar cualquier pequeña dificultad. Este talante es el que nos puede llevar desde la condición de pecadores a la de corruptos, a instalarnos en el pecado. La primera lectura de hoy es una imagen de esta actitud que contrasta con la del leproso del evangelio. Los israelitas sufren una derrota ante los filisteos y, sin pararse a pensar por qué Dios no les protege, se les ocurre llevar el Arca de la Alianza al campo de batalla. Se creen con el derecho de que Dios intervenga a su favor —como lo hizo con sus antepasados— sin plantearse si su estrategia en el combate es la adecuada, y lo que consiguen es un mayor descalabro.
Es un riesgo creernos que, por estar en la Iglesia donde todos somos pecadores, no debemos poner nada de nuestra parte, que tenemos derecho a la misericordia de Dios. Hay quien ni siquiera se acerca al confesionario, o quien pasa por él sin la preparación necesaria, y así el perdón no les alcanza. Cada vez el revés en la lucha contra el pecado es mayor y la corrupción más arraigada. Y adquirir la condición de corrupto, con el apellido católico, no es solo un fracaso personal sino que mancha la imagen de la comunidad entera, la cual sufre las consecuencias por el escándalo. De ahí que a veces convenga que el corrupto quede apartado de la comunidad.
Es una tragedia vivir alejado de la comunidad. Algunos acaban enredados en diversas sectas religiosas o ideológicas, y se justifican: “Yo nunca encontré la misericordia de Dios en la Iglesia”. Otros caen en profundos infiernos terrenales. Tal vez estos últimos tengan una mejor ocasión para salvarse porque, como profesamos en el Credo, Cristo ha descendido a los infiernos. Jesús va a las periferias (¿nos suena verdad?) para que los leprosos puedan acercarse a Él (esta es la experiencia de Joe Eszterhas, y de tantos otros), pero se resiste a la autosuficiencia humana de los que viven cómodamente en la ciudad.
No sabemos si el leproso del evangelio de hoy acabaría cumpliendo lo que prescribía la ley de Moisés. Por su actitud humilde se intuye que sí, que el sentirse llamado a la misión no le impediría observar los trámites necesarios para integrarse de nuevo en la comunidad —lo hicieron hasta los nueve leprosos desagradecidos—. “Es que yo me confieso con Dios”, podemos escuchar incluso a algunos católicos; todo son excusas para no presentarse ante el sacerdote. ¿Tendrá la oportunidad de salvarse quien rechaza los medios que le ofrece el mismo Salvador y no quiere que Jesús le toque?
Miquel Estellés Barat