«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». (Jn 1, 1-18)
Un conocido político norteamericano creó un gran revuelo cuando se le preguntó durante un debate sobre la persona que más había influido en su vida. Sin pensarlo dos veces respondió: “Jesucristo, porque Él cambió mi corazón”.
Estos días de Navidad nos invitan a pensar en que todos deberíamos dar la misma respuesta, porque es verdad que el Hijo de Dios se ha hecho Hombre y ha habitado entre nosotros. Nos lo recuerda el precioso Prólogo del Evangelio de san Juan que hoy proclamamos en la misa. Es un texto profundo, leído también en el día de Navidad. Se ve que la Iglesia quiere que profundicemos en él para que nos convenzamos del amor que Dios nos tiene.
Refiriéndose al misterio de la encarnación nos dice san Juan de la Cruz: “Porque en darnos como nos dio a su Hijo que es la Palabra suya que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar”. Esa Palabra es luz y vida. Quien la recibe y cree en Jesucristo —dice el evangelista Juan— recibe el poder de ser hijo de Dios.
¿No es razonable que el cristiano sienta un orgullo santo de haber recibido este don maravilloso de ser hijo de Dios? “Reconoce, cristiano, tu dignidad —exhorta jubiloso san Gregoria Magno en su primer sermón navideño—. No hay lugar para la tristeza cuando acaba de nacer la Vida, ni para la desesperación pues se ha acercado la misericordia, ni para el temor porque Él es el Emmanuel —Dios-con-nosotros. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida”. El Verbo se hizo hombre para que el hombre, por la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios.
Pensemos con frecuencia en esta verdad gozosa que ha de transformar continuamente nuestro corazón, haciéndolo más ancho y acogedor para Dios y para los demás. Demos gracias a Dios por este año que termina en el que nos ha concedido tan numerosos dones, todos ellos cimentados en el de la filiación divina. Pidámosle perdón por las veces en las que no nos hemos comportado como buenos hijos. Y digámosle sinceramente que, con su ayuda —que no nos faltará— comenzaremos y terminaremos el Año Nuevo con la ilusión de llevar a todas partes el evangelii gaudium, la alegría del Evangelio.
Juan Alonso