E l tema, por un motivo o por otro, está continuamente en el candelero y todo el mundo se arroga el derecho de opinar. En nombre de la libertad de expresión, cada cual se postula como maestro consumado subido al podio de la dictadura del pensamiento. Basta, por ejemplo, ser mujer y librepensadora para emitir juicios de valor universales con condena implícita o explícita para quien no los acepte. Pero si es a un obispo a quien se le ocurra repetir la secular y milenaria doctrina de la Iglesia sobre el asunto, ya se ha hecho con todas las papeletas de la rifa para adjudicarle el sambenito de turno; y no digamos si, encima, se atreve a decir que una sociedad que admita el aborto huye de su afiliación a la democracia: eso no solo ensordece a gritos la tierra, sino que incluso llegan estos al cielo, aunque no se sabe de qué cielo… Efectivamente, muchos gobiernos tienen a gala de progreso y democracia verse en los primeros puestos en la clasificación de los estados que han abolido la pena de muerte, al mismo tiempo que se significan notoriamente en la lista de otros primeros puestos por el número de abortos que se realizan en sus países, abdicando así de esa pretendida democracia y falso progreso. El debate actual sobre el aborto se ha originado porque todo el mundo —me refiero a los gobiernos de casi todos los países— ha dado carta de naturaleza a leyes que aceptan, con más o menos manga ancha, el aborto, o el eufemismo de interrupción voluntaria del embarazo, expresión que, como ya empieza a tener mala prensa, la nombran por sus iniciales: IVE. El problema, pues, radica en haber dado el paso de la vida a la muerte. Pongámonos en el caso de alguien no ligado ni a creencias ni deberes religiosos: ninguna institución o un tercero juega papel alguno en aquello en que cada cual sólo y exclusivamente rinde cuentas a sí mismo. Por lo tanto, ¿en nombre de quién, pues, alguien, incluso la propia madre, se atreve a suplantar una decisión sobre la muerte del “nasciturus”, imponiendo la muerte de otro con una resolución inalienable e indelegable, anterior a todo código, a toda ley, institución o Estado? Si esto es así para un ateo químicamente puro, ¿qué deberíamos decir si nos movemos en sociedades de raíces judeo-cristianas, donde admitimos esa ligazón que une al Creador con cada una de sus creaturas? ¿Se podrá acaso medir el grado superlativo de prepotencia que anida en quien legisla o decide sobre la muerte de otro? Aceptada la muerte como instrumento de supresión de la vida —en este caso del más débil entre los débiles—, ¿qué importan todos esos desarrollos legislativos sobre el cuándo, el cómo, el dónde y, sobre todo, el por qué? Estamos perdiendo el tiempo dando vueltas y vueltas a la tortilla, cuando lo que se está cocinando es un auténtico bodrio. Podremos discutir sobre plazos de tiempo (si se trata de embriones de pocos días o fetos de siete meses), si se aplica tal medicación abortiva o si se recurre a la “trituración” de la criatura, etc. Y así nos perderemos en vericuetos legales que contemplen un más allá o más acá sobre este gravísimo asunto; pero no resolvemos el problema porque no se aborda en su raíz, que como acabamos de apuntar, está mucho antes que estos otros “problemillas”. Entonces, ¿puedo o no cortar la vida de otro?, ¿puedo o no imponer o aplicar la muerte de alguien? Para algunos la solución es muy sencilla: es que no estamos hablando de otro, no estamos hablando de alguien, sino simplemente de algo, tal vez un pedacito de carne o algo parecido, sin más relevancia que un trocito de cualquier otro material… Pero dejemos que esta gente se estrelle contra toda la comunidad científica de antiquísimo raigambre, por más que hoy haya algunas mentes estelares de esa misma ciencia, cuyo único mérito sería haber hecho un favor a la humanidad si hubiera abortado su madre… Menos mal que Dios, dueño y señor de vivos y muertos, no piensa como nosotros. El aborto, entre los muchos problemas que plantea, nos pone ante circunstancias difíciles, en las que parece que haya que optar entre dos males, entre dos vidas, la de la madre y la de la criatura, y se escoja la primera porque la otra vale menos. Es falso, por ejemplo, el planteamiento de si puedo robar mucho o poco, si puedo fornicar en más cantidad o en menor, con personas de 10, 20, 40 ó 50… años; si puedo mentir a un hombre poco instruido o a un doctor en filosofía, si me puedo envenenar de golpe o poco a poco en varios días, y así sucesivamente. En nuestro caso, se trata fundamentalmente de optar siempre y en todas partes por la vida. Es falso el planteamiento de poder elegir entre dos males el menor. Y ahora, cuando ya se han hecho cálculos que arrojan cifras descomunales y escandalosas —se habla de mil millones a una media de cincuenta millones al año—, ahora, cuando de lo que se trataba era de no encarcelar a las pobres mujeres que se habían visto envueltas en la triste coyuntura de llegar a abortar, pasando, primero, paulatinamente a leyes despenalizadoras y, últimamente, al desenfreno de acabar sin más con los hijos “no queridos”, ¿quién se atreve a parar esta inmensa bola de nieve que nos cae desde tan arriba y tan vertiginosa y aceleradamente?, ¿quién se atreve a poner el cascabel al gato? A veces parece que cada vez hay menos médicos leales al juramente hipocrático, menos científicos que aboguen por el inicio de la vida desde el primer momento de la concepción, menos gente fiel al sentido común —que este caso evidentemente no es el común sentir, ya que parece que la mayoría piensa lo contrario—, que acompañen a la Iglesia que continúa levantando su voz como luz en medio de tanta tiniebla, para gritar sin miedo que la vida es un sacrosanto don que viene de lo alto, y confiesa sin ambages que sólo Dios es el Dador de la Vida; que nadie puede apropiarse el derecho de definir su propio principio y su fin, ni suplantar a Dios —antigua y primitiva tentación de Adán y Eva—, queriendo ser como Él, so pena de vérnoslas con San Miguel, quien nos volvería a apostrofar: “¡Quién como Dios!” Y ahora —a buenas horas mangas verdes— nos sale recientemente el Colegio de Psiquiatras del Reino Unido, advirtiendo de los riesgos del sentimiento de culpabilidad de las mujeres que abortan (unas doscientas mil al año por aquellos lares). ¡Ay que ver cómo se les han caído las pestañas en largas noches de estudios a estos eximios científicos para descubrir lo que la Iglesia ha llamado desde siempre pecado y sus penosas consecuencias! No sé si habrán necesitado sesudas reflexiones, abrumadores análisis, para llegar a tan ínclitos resultados y descubrir… ¡las sopas de ajo! Cuando algunos filósofos modernos han querido impregnarnos de su “teología de la muerte de Dios”, trayendo como funesta consecuencia esta cultura de la muerte, con un panorama tan desolador como hipócritamente callado, ¿qué podemos hacer para salir de este naufragio universal de tantos niños y niñas a los que hemos ahogado en la olas de la muerte, impidiéndoles aposta venir a las orillas de la vida? ¿Sólo la Iglesia seguirá gritando en un mundo de sordos —y no hay peor sordo que el que no quiere oír— “¡Salvad primero a las mujeres y los niños!”, como aquellos capitanes de los barcos que se hundían, léase el Titanic? ¿Somos tan rematadamente necios de hacer lo insospechado por salvar a las focas y a las ballenas… y, al mismo tiempo, vender nuestra alma con tal de que una criatura no nazca? ¿De verdad nos podemos vanagloriar de haber llegado tan alto en nuestra civilización que llegamos a prohibir solemnemente un cachete a un menor, mientras liquidamos fríamente a otro más pequeño aún y nos quedamos tan anchos? ¿Se nos llenará la boca viendo cómo llegamos al culmen de aquel ideal pedagógico “puero debetur maxima reverentia” (hay que respetar a los niños por encima de todo), sin que se nos caiga la cara de vergüenza consintiendo que a millones de niños se los ajusticie inicuamente? Dejadme, finalmente, que así como esta gente del mundo, promovida y engañada por Satanás, príncipe de la mentira y del pecado, homicida desde el principio, proclama la imposición del paso de la vida a la muerte, recaudando oleadas de vidas infantiles cada año, dejadme, pues, que nosotros podamos anunciar con mayor fuerza y poder que Dios nos pasa de la muerte a la vida en la resurrección de su Hijo Jesucristo. El Demonio es quien está detrás de este crimen de lesa majestad contra Dios y la humanidad; él es la infernal Bestia maldita del Apocalipsis, el Leviatán emponzoñado y empozoñador que provoca esta tragedia de muerte de los inocentes: lo denunciamos, acusamos al Acusador y a él renunciamos, a sus pompas y a sus obras. No podemos concluir sin evocar muy brevemente algunas palabras del mismo Jesús: “Dejad que los niños vengan a Mí” (Mc 10,14), “autor de la vida” (cfr. Hch 3,15 y 17,25), pues “Yo soy la vida” (Jn 14,6) y “he venido para que tengan vida” (Jn 10,10). Padres y madres que abortáis, oíd la voz de Jesucristo que os repite y suplica: “Dejad que los niños vengan a Mí, ¡no se lo impidáis!”