«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que lo pidáis. Vosotros rezad así: ‘Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno’. Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”». (Mt 6,7-15)
La oración es vital para el creyente, pues se trata del medio poderoso que nos pone en relación con Dios. Pero no sirve cualquier tipo de oración, por eso, Jesús tiene buen cuidado en enseñar a sus discípulos tanto la disposición con la que hemos de orar como el contenido de nuestra oración.
Advierte, en primer lugar, contra la verborrea, como si la mucha palabrería tuviera algo que ver con la verdadera oración. Dios conoce muy bien lo que nos conviene, y cuando se trata de amistad sobran las palabras. Por eso es mucho más importante la disposición con la que oramos.
En la oración del Padrenuestro está contenido todo lo que es la oración cristiana, por lo que nos advierte San Agustín que si nuestra oración no coincide con el Padrenuestro, no es oración cristiana. Ahora bien, dentro del Padrenuestro lo más importante está al comienzo. Jesús nos advierte: “Vosotros rezad así: ‘Padre nuestro del cielo…’”. Hay una actitud que califica nuestra oración como cristiana, la misma de Cristo ante su Padre: la plena confianza en su amor y el abandono en su voluntad. Porque Cristo se sabe amado por el Padre, lo pone todo en sus manos, se deja llevar por Él. Como un niño confiado cogido de la mano de su padre, acepta caminar por los ásperos senderos de la vida sin temor alguno. Del mismo modo, el cristiano no duda del amor de Dios, que le lleva de la mano derecha y lo conduce, según sus planes, a un destino glorioso. Por eso, su actitud cuando se dirige a Dios es la misma actitud de Cristo: confianza absoluta en el amor del Padre. Así pues, al dirigirse al Señor comienza con el Abba, Padre, toda una declaración de intenciones, de modo que lo que sigue está determinado por esta postura fundamental.
Después vienen las peticiones por nuestras necesidades, todas ellas encaminadas a nuestra comunión con el Padre y al fortalecimiento de nuestra misión respecto al mundo. Por ello pedimos que sea santificado el Nombre de Dios, de modo que por nuestras buenas obras el mundo pueda glorificar a Aquel que realiza tales obras en frágiles criaturas. Que ven su reino y pase ya este mundo. Se trata del anhelo total de la Iglesia para que el Señor complete su obra de salvación, en la espera de que llegue a todos los que están llamados a completar su Cuerpo. Para ello es preciso que en la tierra podamos hacer nosotros su voluntad de modo que la tierra se acerque a la bienaventuranza del cielo. Entramos a continuación en el corazón del Padrenuestro al pedirle que nos dé el pan nuestro de cada día, el alimento que nos guarda para la vida eterna, pues así como dio cada día el maná a su pueblo en el desierto, es necesario que nos alimente a diario con el pan verdadero que Él va a dar: el cuerpo de Cristo, nuestra entrega libre a la voluntad de Dios en los acontecimientos de cada día. Para ello, como Cristo, necesitamos cargar libremente con el mal que otros nos puedan hacer y perdonar como somos perdonados por Dios, pues si Él nos ha condonado diez mil talentos, ¿no podemos nosotros perdonar quinientos denarios? Finalmente, una petición necesaria: que nos libre de nuestro enemigo, de aquel que nos quiere arrebatar nuestra herencia, a fin de que seamos liberados del mal, pues hay un único mal: vernos lejos de la comunión con Dios y frustrado nuestro ser. Frente a ello, aquello que nosotros llamamos males no son tales, sino momentos de gracia para que podamos confiarnos en su amor, ya que todo es gracia.
Ramón Domínguez