Todavía no ha amanecido sobre el hermoso valle de Cuelgamuros, al noroeste de la Comunidad de Madrid, y ya comienza a resonar la alabanza a Dios en la boca y el corazón de los monjes benedictinos del Valle de los Caídos. Como columna de humo que se eleva hasta el cielo, así ascienden los cantos en honor de quien son la salvación, la gloria y el poder. En este bellísimo paraje la aclamación es unánime; hasta los montes y collados parecen reconocer que el Señor es Dios.
Resulta curioso saber que cuando finalizaron las obras del monumento en su conjunto, todavía se desconocía quién atendería la dimensión espiritual de la Basílica. En un primer momento se pensó en una orden mendicante, pero finalmente se optó por una monástica y en concreto por la benedictina. En 1958 veinte monjes llegados del monasterio de Silos reemprendían con ilusión la vida monástica como miembros de la nueva comunidad benedictina del Valle de los Caídos. Más de cinco décadas después algunos de ellos permanecen todavía en ella.
Nos encontramos en la Basílica de la Santa Cruz, una categoría de templo concedida por la Santa Sede dada la relevancia o circunstancias históricas de este. Para obtener este privilegio papal, el derecho canónico obliga cumplir una serie de requisitos: solemnidad de las celebraciones, horario de culto y confesiones, foco espiritual para la devoción popular…. En la actualidad existen cuatro basílicas mayores, el título de más alto rango dado a un templo, y todas ellas están en Roma: San Juan de Letrán, San Pablo Extramuros, San Pedro del Vaticano y Santa María la Mayor. El resto de las basílicas son menores, como la que nos ocupa, la abadía de la santa Cruz del Valle de los Caídos.
Aunque realmente es Dios quien conduce la nave, la figura del abad es fundamental en la vida monacal en cuanto elemento de unión de los monjes, así como de ayuda, consuelo y escucha en los momentos difíciles. Dotado de serenidad, discernimiento y meditación reposada, es un cargo elegido por votación. Sin embargo, siempre queda manifiesto el designio divino en el resultado. “Dios elige el mejor candidato para cada tiempo determinado. Ocurre igual que con los Papas, he visto cómo Dios da la gracia de estado en cada momento”, señala Fray Román. Por su parte, el prior vela en todo momento por el cumplimiento de la observancia, y nunca puede tomar una decisión sin el permiso del padre abad.
Como nota curiosa, el casquete, generalmente de seda, que pueden usar los sacerdotes, en ese caso de color negro, y que se denomina solideo (a Dios solo) porque solo se quita ante el Santísimo, es morado como los obispos para los abades de las basílicas.
el que permanece dará fruto
La llamada es un proceso largo que requiere de una reflexión meditada. Son muchos los carismas; tantos como necesidades tiene la Iglesia de llevar la buena nueva a todos los rincones. Unos eligen la vida contemplativa para consagrarse a Dios, como los monjes cartujos, benedictinos, jerónimos, trapenses, camalduenses… Otros optan por la vida activa de apostolado, como los frailes de las llamadas órdenes mendicantes: dominicos, capuchinos, franciscanos, salesianos, etcétera. En todos el Señor reclama, precediendo con la gracia, la vida entera.
“La vocación no es un sentimiento, si así fuera se desvanecería en seguida. El candidato a aspirante tiene que tener una conciencia viva de que Dios le llama y quiere seguir a Cristo por el único camino posible: el de la cruz, el del desprendimiento, de la entrega, del amor fiel y perseverante… Hasta que no haya esa decisión firme de la voluntad, la vocación no está asegurada”, comenta el maestro de novicios. “La señal más clara de que Dios está con uno es el amor creciente por la vida y tradición monástica”, añade el padre prior.
La espiritualidad monástica benedictina es profundamente sálmica. “Escuchamos y acogemos a cada paso las palabras del Señor y ellas poco a poco nos transforman y nos renuevan”, apunta uno de los monjes, el P. Juan Pablo. Basada en la Regla de San Benito, a finales del siglo V y principios del VI, la vida benedictina se centra en la búsqueda de Dios a través fundamentalmente de la oración y el trabajo (“Ora et labora”), teniendo como fin último la contemplación de Dios, pero sin descuidar el amor reparador e intercesor por toda la humanidad. “El vivir apartado del mundo no nos impide conocer los sufrimientos de la gente e interceder por ella”.
El medio de subsistencia de la abadía es principalmente la hospedería, junto con los beneficios por los derechos de autor de algunos monjes y las donaciones puntuales. “Dios es providente, pero no solo en lo económico, que eso para nosotros es secundario o terciario, sino en todo”.
Dentro de la Orden de los Benedictinos existen diferentes congregaciones, la comunidad que nos ocupa pertenece a la de Solesmes, como también los monasterios de Silos y Leyre, en España. Esta orden acoge desde el siglo VI, y definidos por San Benito, los tres votos clásicos que son la estabilidad (permanencia en la comunidad), la obediencia y la conversión de costumbres, es decir, el cambio genérico de vida que supone abrazar la vida monástica, con lo que implica de castidad y pobreza. En el siglo XIII los votos se definen explícitamente como obediencia, pobreza y castidad para todas las nuevas órdenes que van surgiendo. Aunque están concatenados unos votos con otros, de los tres votos el más costoso para todos es el de la obediencia, por lo que supone de doblegar la voluntad. “Pero esa renuncia se compensa por la alegría del encuentro con Dios. Él lo llena y lo suple todo”, apostilla el P. Alfredo.
día tras día te bendeciré
Como sucede en la vida monástica, los días, aunque hechos de rutinas encadenadas, nunca son iguales; saben y suenan diferente. La santificación de la jornada comienza muy temprano con el rezo personal y el rosario en la celda. A continuación, la comunidad se reúne a las 6:50 h. para iniciar la Liturgia de las Horas con el rezo de Maitines, la meditación con la “lectio divina” y la oración de Laudes. Después del desayuno cada monje marcha a sus obligaciones; panadería, frutería, clases en la Escolanía, estudio, atención a la hospedería… A las 11 de la mañana tiene lugar el momento central del día con la celebración de la misa conventual en la Basílica, abierta a cuantos deseen asistir.
Tras la eucaristía se vuelve a las obligaciones hasta las 13:50 horas, en las que la comunidad es convocada de nuevo para la Hora Sexta. Después de la comida se contempla un rato de charla y descanso hasta la Hora Nona, que es a las 16:10 horas. Desde su fin y hasta la oración de Vísperas, la tarde está llena de lectura o estudio individual. Al finalizar las vísperas, los monjes disponen de un tiempo de oración personal hasta la cena. “Una hora más tarde se reúnen los monjes a Capítulo, en donde se leen vidas de santos, documentos del Papa, charlas espirituales o noticias que el Padre Abad considere de interés. Después de rezar las Completas el silencio es aún mayor, y cada uno se retira a su celda.
Para el P. Alfredo, “se puede venir con un ideal preconcebido de lo que es la vida de monje, que la cotidianeidad del día a día desmonta rápido, y es mejor así. Una cosa son las solemnidades de las celebraciones y otra distinta la vida real. Los monjes somos de carne y hueso, con nuestros defectos y fallos, nuestro mal genio…y la vida es muy rutinaria. Esto, o se acepta con lo que tiene de cruz, o te aplasta; pero si se ve como un camino de encuentro con el amor de Dios, de purificación y al mismo tiempo de libertad interior es maravilloso. Decía San Agustín: “Guarda el orden y el orden te guardará a ti”.
La persecución siempre ha sido un acicate para la Iglesia, y en el caso particular de los monjes benedictinos del Valle de los Caídos, de eso mismo ha servido. Preguntados sobre su experiencia de este último año 2011, cuando la continuidad de la abadía se ha puesto en entredicho, todos han coincidido en que ha sido una bendición y un refuerzo en la fe: “En ningún momento se ha interrumpido en lo más mínimo la vida de observancia. Ha habido momentos de preocupación, no lo podemos negar, pero la confianza en Dios ha estado por encima” señala Fray Román. “Si Jesús andaba con unas malas alpargatas caminando Galilea para arriba, Judea para abajo, sin ni siquiera caballo o burro, es que Dios no quiere que nos asentemos. Es muy necesario pasar por estas tribulaciones porque, en el fondo, los que nos persiguen también están buscando, y el encontrarse con alguien que cree de verdad les puede cuestionar” apunta el Padre José Ignacio.
a Cristo por María
La Virgen es la gran amada en la tradición benedictina. Todo monje sabe que María es la Madre que le ha arropado y traído al monasterio; a quien cada uno debe parte de su vocación monástica. “Los monjes sabemos bien que se llega a Cristo por María y a ella le dedicamos el final de la jornada, cantando la antífona mariana que corresponda”, explica el P. Santiago.
“Los benedictinos somos cenobitas, es decir, vivimos la fe en comunidad, y es en su seno donde el monje debe desarrollar su vida de caridad”. El monje, como todo cristiano, tiene su cruz. Ya lo dijo Jesucristo: “el que quiera ser discípulo mío, que coja mi cruz y me siga” (Mt 16, 24-25). Pero existen muchos peligros en la vida monástica: el asentamiento, la tibieza, el dejarse llevar, el perder el entusiasmo… Para evitarlo hay que estar continuamente encendiendo la llama del amor, puesto que la conversión es diaria. De ahí que sean muchas las maneras por las que puede tentar el demonio a un monje: la pereza, la envidia, el orgullo, la vanidad. “Pero solo hay una para combatir, la oración. Como intentes combatir con otro medio que no sea la oración vas a perder”, apunta Fray Román.
Una definición clásica de monje es soldado de Cristo, porque lucha contra las tendencias desorientadas por el pecado original y alentadas por el demonio. De ahí que desde san Antonio Abad hasta los padres del desierto, todos han tenido grandes combates con el príncipe de este mundo. “La tentación y la prueba siempre están ahí y se pueden llevar un alma. He sido testigo de los intentos amargados del demonio por impedir grandes pasos como el diaconado, los votos temporales o los perpetuos. Yo personalmente sentí un rechazo hacia la comunidad cuando iba a hacer los votos temporales, y el día previo a los solemnes se me declaró una chica. Yo ni me inmuté, pero lo vi como un salto a la desesperada por parte del demonio. ¡Y es que no descansa!”, asevera el prior.
La admisión a la orden benedictina está compuesta por un amplio período que abarca el aspirantado, postulantado y noviciado, tras los cuales, a juicio del padre abad y del maestro de novicios, se toman los votos temporales o simples, renovados cada cierto tiempo y finalmente confirmados por los votos solemnes o perpetuos. En la actualidad son tres los jóvenes que desean algún día tomar los votos y para ello se preparan. En este periodo de formación les acompaña en todo momento el maestro de novicios, el P. Alfredo.
Miguel es el aspirante más joven. Tras un curso introductorio al seminario sintió “a base de mucho rezar”, como él mismo reconoce, que Dios le llamaba a concretar su entrega a Él en la vida monástica y no como sacerdote diocesano. Pese a sus escasos 18 años llama la atención la madurez con la que aborda su vocación. “Claro que tengo caídas de ánimo y tentaciones, pero no me dan miedo los votos porque confío en Dios, que es quien me ha traído aquí”.
Luis, de 35 años, es postulante y de Jaén. Desde que un amigo le trajera a conocer los monjes de la abadía, la llamada se fue concretando con pequeños toques de amor por parte de Dios. “La familia, la oración y la Virgen pusieron en mí un deseo de recogimiento que finalmente se ha concretado en la llamada de Dios a seguirle. Como San Pablo, mi vida está en Cristo escondida en Dios, pues tengo esa inquietud de buscarle. Día a día me va confirmando la llamada; veo cómo la amada es en el Amado transformada”.
mi boca proclamará tu alabanza
La Escolanía de la Santa Cruz emprende sus inicios al mismo tiempo que la abadía, con objeto de aportar mayor solemnidad a las celebraciones litúrgicas de la Basílica del Valle de los Caídos. Con alrededor de 50 escolanes entre los cursos que abarcan desde 4º de Primaria hasta 2º de Secundaria, tiene el honor de ser la única escolanía en el mundo donde se canta gregoriano todos los días del año. Jurídicamente se le considera seminario menor. El proceso ordinario para la admisión comienza con la prueba de voces por los colegios de las provincias limítrofes. A los seleccionados se les invita a pasar un fin de semana de convivencia en la abadía.
Juan Pablo y José, son dos hermanos escolanos, de 11 y 16 años. “Es Dios quien nos ha traído aquí porque nos ha regalado estas voces” apunta sin la menor duda José, el pequeño de los dos. “El canto nos acerca a Dios –comenta su hermano-. Aquí hacemos buenos amigos. Nos peleamos, pero pronto hacemos las paces. En mi pueblo me peleaba más”. Alejandro reconoce que la razón por la que no se pone nervioso al cantar en público es “porque no cantamos para los hombres, cantamos para Dios”. Para Luis, “el canto eleva el espíritu a Dios y por medio de él mucha gente se convierte” y Marcos, a quien le gusta mucho cantar, reconoce abiertamente, “aquí me siento muy querido por Dios”. Entre otros muchos, como José Luis, virtuoso del violín, también se encuentra el pequeño Ruy, un simpático escolán de 10 años, venido nada menos que de Guinea Ecuatorial. Tan grande es su cariño por el Padre Santiago que cuando lo divisa al fondo del pasillo se abalanza sobre él, ocasionándole más de un gurruño en su hábito del prior. Está claro que el cariño de los niños no sabe de cargos, solo de amor sincero y espontáneo.
El P. Laurentino, es el director musical de la Escolanía y uno de los que permanecen en el monasterio desde su origen. ”Soy de un pequeño pueblo de Álava, en donde llegaron a contarse 22 religiosos y 43 monjas de solo doce familias. En los años de mi niñez el ambiente era muy religioso. Recuerdo que había una misa a las siete de la mañana, para que la gente pudiera asistir antes del trabajo. Los domingos a las cinco de la tarde se rezaba el rosario y vísperas, y allí acudían todos los vecinos. Éramos dos amigos los que sentíamos la inclinación de ir con los marianistas, pero nuestros padres decidieron que, al ser tan revoltosos, mejor fuéramos por separado para que no nos echaran. Tenía doce años cuando me fui a Estíbaliz con los benedictinos y más tarde a Silos, donde profesé y estuve 18 años. Cuando se fundó esta abadía me mandaron para aquí”.
Como buen alavés disfruta con el canto. No en vano se trata de una provincia de arraigada tradición cantora en las familias. Lo que comenzó siendo un cargo ocasional le ha mantenido vinculado a la enseñanza de la música y el canto durante 53 años consecutivos, a excepción de un breve descanso de cuatro años. “Cuando lo retomé noté el cambio. Antes los chavales eran más dóciles, a los de ahora también les gusta mucho la música, pero les cuesta obedecer y centrarse. ¡Qué energía tienen! ¡Y eso que este es un ambiente de recogimiento! Aprovechando los ensayos se les explica a los niños el significado del texto para que entiendan la espiritualidad, porque entenderlo les ayuda a sentirlo”.
Comenta el P. Laurentino que si el canto y la música acercan a Dios, mucho más el gregoriano, al tratarse este de un tipo de canto que se apoya especialmente en el texto. ”La melodía en el gregoriano está compuesta sobre la Palabra de Dios y la acentúa. La música no le quita protagonismo a la palabra, al contrario, la refuerza. Las piezas clásicas del siglo IX, X y XI se basan en el acento del texto por encima del sonido. Pero es tan rico que existen melismas con más de 50 sonidos para una sola sílaba”.
bendice al Señor y no olvides sus beneficios
Fray Román es el hospedero. Natural de Madrid, se define a sí mismo como un monje de “vocación tardía”. Ingresó a los 43 años, una edad ya avanzada si se tiene en cuenta que la máxima permitida gira en torno a los 40 años. “Tenía todo lo que humanamente se puede desear: negocios, amigos, incluso alguna que otra novia; pero me faltaba lo más importante. Fui siempre una persona religiosa, como tantas en el mundo… y aunque la vida de clausura siempre me había llamado la atención, al principio me costó tomar la decisión. Poco a poco lo que parecía una locura iba madurando en mí; por mucho que me negara, Dios insistía con más fuerza. Al final dejé de resistirme. Vivir la llamada lo compensa todo”.
Combina sus labores de hospedero con el último curso de la carrera eclesiástica, y aunque ha hecho sus votos perpetuos, se ordenará sacerdote cuando el abad lo considere oportuno. “No somos ángeles, los pecados no se quedan en la puerta al ingresar en el monasterio. Yo soy de un pronto muy fuerte y, aunque lo intento pulir, seguiré teniéndolo siempre, pero me caigo, me levanto, pido perdón y sigo caminando. Después de una visita al Santísimo veo las cosas muy diferentes”.
El P. José Ignacio tiene 57 años y es de Briviesca, Burgos. Como si de una profecía se tratase, todavía recuerda cuando su abuela, sin venir al caso, le dijo siendo muy pequeño que sería pescador de hombres. Poco después se iniciaría el camino de confirmación de tales palabras. “En aquel entonces un padre benedictino iba por los pueblos con un magnetofón probando las voces de los niños. Tenía 10 años cuando me mandaron cantar una canción y elegí el himno de mi pueblo que, justamente, estaba compuesto por un literato benedictino llamado Fray Justo. Yo no tenía cualidades musicales a destacar pero les gustó la canción elegida y me pusieron con los estudiantes no cantores. A los 16 años entré en el monasterio para ser monje”.
Para este monje burgalés, aunque la vocación es ser llamado sin tener méritos, Dios la confirma con detalles y signos. Durante veinte años ha sido maestro de novicios, lo que le ha permitido reconocer ciertos signos visibles para discernir la voluntad divina en cada aspirante: “Para ser monje uno tiene que ser muy normalito, que te gusten las chicas, divertirte… pero ello se supera sin hacer malabarismos, puesto que es Dios quien te lleva -como decía San Juan Crisóstomo- a hacer la virtud sin esfuerzo. Si es voluntad divina, las dificultades se resuelven en el último momento. Otro signo muy reconocible es estar en paz. La paz es un signo del espíritu, y si chicos muy piadosos no encuentran la paz aquí, entonces es que este no es su sitio. Quizá encajen como monje en otro lugar, como seminarista, como casado…”.
La fe debe ser probada en todo cristiano allá donde desarrolle la misión encomendada, y el monje no está exento. Las dificultades y luchas también son continuas para quien ha hecho de su vida expresión de la alabanza a Dios. “El demonio es el príncipe de este mundo y anda continuamente jorobando. Los ángeles nos envidian por tener que combatir, porque nuestro amor a Dios es mucho más esforzado que el de ellos, que es beatífico y no tiene ninguna dificultad. Yo he sido tentado en muchas ocasiones por el demonio, y probado en mi fe, pero Dios concede las gracias para superarlas”.
¿quién sobre las nubes se compara a Dios?
El P. Ángel tiene 81 años. A los doce años ingresó en el monasterio de Silos pero desde 1958 vive su vocación en esta abadía, siendo uno de sus fundadores. Natural de un pequeño pueblo pegado a Vitoria confiesa que ha sido muy feliz aquí. “Me encanta la vida religiosa; me gusta la liturgia, el coro… Para mí una excursión por el norte de Palencia visitando el románico es una maravilla, en cambio reconozco que ir a la playa nunca me ha gustado”.
Fray Filiberto es el mayor de la comunidad. Nació en Hornillos del Camino, un pequeño pueblo de Burgos, hace 87 años. Pese a caminar con dificultad, encorvado por el peso de la edad, el gusto por la vida monástica se trasluce en su rostro. Cuando un monje cuenta de él que domina todo lo que acaba en “ero”: panadero, jardinero, zapatero, portero… él responde con humildad: “He hecho lo que he podido”.
Ingresó en la orden con 32 años, edad que considera muy avanzada comparado con los muchos que ingresaron al monasterio siendo niños. “Primero entré en Silos, y en 1958 me mandaron para acá. He sido plenamente feliz de monje”.
El P. Alfredo, antiguo prior, tiene 57 años y es de Segovia. Es el actual maestro de novicios, cargo que define como más gratificante y fácil de llevar que el de prior, que también lo ha sido, aunque igualmente de enorme responsabilidad. “Es muy grato trabajar con las vocaciones de los aspirantes pero se necesita mucho discernimiento; el mundo es tan difícil que muchas veces llegan heridos. Hay que hacer un trabajo personalizado y prolongado en el tiempo con cada uno. Una de mis labores es precisamente preparar a aceptar la cruz, pero también a quererla y glorificarla con la vida”.
Cuenta el padre Alfredo que su vocación ha sido “una llamada dentro de una llamada”. Siendo sacerdote diocesano sintió que su vida necesitaba de más oración e intimidad con Dios. “Me encantaba el apostolado en la parroquia, pero llegó un momento en que el activismo se convirtió en un peligro para mí porque me distraía. Sé que el no saber encajar ambas cosas era una dificultad mía, porque hay sacerdotes extraordinarios que llevan todo delante”.
Sabía que abrazar el monacato suponía romper con la vida anterior de parroquia y apostolado, “pero fui encajándolo y ahora disfruto con este recogimiento e interioridad. La renuncia por Dios se ve compensada por la alegría del encuentro con Él. Dios lo llena y lo suple todo”. “Si uno es consciente de algo en la vida religiosa, monástica o sacerdotal es de que la propia pobreza es absoluta. Las pruebas son oportunidades maravillosas que Dios permite precisamente para descubrir esa pequeñez de uno y al mismo tiempo la grandeza de Dios. ¡Hasta yo mismo como maestro de novicios provoco las pruebas para comprobar la reciedumbre de la vocación! Las tentaciones, en cambio, vienen del demonio, que existe y arremete con fuerza. Son ocasiones puntuales para pecar contra la castidad, contra la obediencia a un superior, o un capricho contra la pobreza, pero si el espíritu esta bien afianzado se superan”.
¡qué deseables son tus moradas!
El P. Santiago, de 39 años y natural de Madrid, es el actual prior. Lleva diez años en el monasterio. “Acoger este cargo me imprime un gran sentido de la responsabilidad y fidelidad. Es muy difícil estar al frente de lo que sea, pero con todas las implicaciones internas y externas que tiene el Valle de los Caídos, aún más. Pero entiendo que forma parte de llevar la Cruz; si Cristo quiere “descargar” de algún modo el peso de la cruz sobre mis espaldas, ¡pues bendito sea Dios!“.
Reconoce que a los doce años ya sintió un pequeño impulso a ser monje cisterciense, al conocer el monasterio de Cañas en La Rioja, pero pasaron los años y la idea del matrimonio comenzó a definirse, aunque de vez en cuando le asaltaba con cierta fuerza la inquietud religiosa. “Estudié Historia e hice la tesis doctoral sobre la Cartuja en España, con la finalidad de ampliar conocimientos sobre la espiritualidad de la vida monástica. Cuando estaba trabajando como profesor de universidad, con contrato indefinido y a tiempo completo, teniendo todo lo que podía desear, me planteé “de todas, todas” el tema de la vocación. Sentí la llamada al amor de Dios en una triple dimensión: primero, al amor a Dios por Dios mismo, segundo, al amor por el amor que me tiene personalmente, y finalmente como amor en el que participa toda la humanidad”
“Dios es capaz de dar lo que nada ni nadie puede dar por completo al hombre. Eso lo he visto en la vida de un monje. Si el monje busca fuera de Dios lo que solo en Dios puede encontrar, está perdido. Él lo da todo, incluso en los momentos en los que puede parecer que nos ha abandonado, realmente esta ahí”.
Gran conocedor de la tradición monástica, señala el Padre Santiago que la vocación del monje es una vocación angélica, puesto que es hacer visible en la tierra lo que hacen los ángeles en el cielo: alabar, adorar y amar a Dios. No solo con la oración litúrgica sino en todo momento, con el ofrecimiento del trabajo, de la lectura, del estudio, etcétera. “Pero no somos ángeles, somos hombres, con nuestras virtudes y nuestros defectos, y todo lo que está herido en nosotros por el pecado original sale en la vida de comunidad; roces y tensiones propias entre hermanos, que con la gracia divina se afrontan”.
“Hubo momentos en los que mis moléculas se resistían. ¿Por qué yo, señor? No tanto porque sabía que mi vida iba a dar un gran giro, como porque ese amor tan grande de Dios hacia mí que me desbordaba. ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? como decía Lope de Vega. Pero si pienso en los que eligió Jesús como apóstoles; peleones, fanfarrones, ambiciosos, cobardes y hasta un traidor. Realmente no se rajaron a navajazos porque Dios no quiso. El “mirad cómo se aman” se concretiza entre los cristianos por la actuación del Espíritu Santo. ¡Bendito sea Dios!”.
El P. Juan Pablo nació hace 39 años en San Lorenzo de El Escorial (Madrid) y lleva algo más de dos décadas en el monasterio. Agradecido enormemente por ello, reconoce cómo el Señor le ha suscitado desde siempre un profundo amor hacia la vida consagrada como icono de Cristo en el mundo. “Desde los cuatro años iba a la guardería con las Religiosas de la Asunción; la alegría y entrega de esas hermanas se me quedaron grabadas para siempre. A los diez años fui admitido en la Escolanía del Valle y ahí es donde empecé a plantearme la posibilidad de consagrarme a Dios”.
Llama la atención del P. Juan Pablo su gran sensibilidad hacia la belleza de la liturgia, la cual está tan íntimamente relacionada con su experiencia de Dios, que reconoce no concebir la vida sin una celebración bella de la liturgia en comunidad. “Dios me ha acompañado día tras día mediante su Palabra, ofrecida como don, servida como alimento en la liturgia”.
“Mil veces volvería a dar aquel paso, pues Dios ha superado con creces mis expectativas…. Cuando tenía 16 años, yo no me diferenciaba apenas de mis compañeros de bachillerato. Estaba deseando que llegara el fin de semana, como si todas mis aspiraciones de felicidad se fueran a colmar en él. Pero cada lunes en el autobús, de vuelta a clase, podía constatar las mismas caras de decepción. Esto contrastaba con mis estancias en el Valle: allí me sentía mejor, más libre de las esclavitudes que me imponía el ambiente. Cuando me preparaba para la confirmación percibí con más fuerza la llamada: sentí el monasterio benedictino, y en concreto el Valle, como el hogar que el corazón de Dios había preparado para mí. Allí se armonizaba la interioridad, la alabanza litúrgica, la música, la cultura, el desprendimiento de las cosas superfluas… Todo se ordenaba a vivir en íntima comunión con Dios”
“Con los años vas viendo que solamente Dios es capaz de colmar el anhelo de ser felices, de ser queridos, de ser comprendidos… ¡Dios es capaz de saciar mi sed de felicidad!”.
1 comentario
Me gustaría ir diez días «al Valle».
Me sentiría feliz, en el sagrario y entre los monjes.
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