«En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores». Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera». (Lc 7, 11-17)
En el Evangelio de hoy, el hombre se encuentra con la única y verdadera fuente de consuelo, paz, descanso y alegría; porque no tenemos a un dios que se encuentra en algún lugar remoto, desde el cual nos observa pasivamente, mientras llega la hora del Juicio Final y administre la justicia que cada uno se merece.
El Dios en el que creemos, el único que existe, el que nos ha creado y rige con pleno poder el Universo, es un Dios cercano, que se conmueve y compadece del sufrimiento del hombre. Por eso podemos ver en este pasaje del evangelio de San Lucas, como Jesucristo no deja seguir llorando a la viuda que había perdido a su único hijo y, sin esperar siquiera a que ella le haga ninguna petición, obra el milagro de la resurrección; no solo para que esta mujer pueda gozar de nuevo de la presencia de su querido hijo, sino sobre todo para que pueda descubrir el amor de Dios y con qué poder se manifiesta en la vida del hombre.
Jesucristo aparece en este Evangelio como el Señor de la vida, que no deja que la muerte tenga la última palabra; y esta verdad es aplicable tanto a la muerte física como a la espiritual.
Hoy también, en medio de esta generación, el Señor se apiada y compadece del hombre. Porque el príncipe de este mundo, Satanás, está sometiendo a la humanidad a la esclavitud de la que él es también víctima, llevándolo a un profundo vacío en donde el amor ha sido asesinado por el pecado y en el que una serie de vicios impiden que el amor de Dios llegue al corazón del hombre.
El demonio ha creado un escenario infernal en el que el hombre es zarandeado por la mentira y un ejercicio perverso de su propia libertad. El ser humano se ha constituido como agente y víctima a la vez de la violencia en todas sus manifestaciones; se estrella continuamente contra la verdad de que por muchas metas humanas que alcance no puede darse la vida a sí mismo. Esta batalla aboca al hombre a un sufrimiento atroz, del que solo puede ser rescatado por el amor de Dios; solo el Señor es capaz de “resucitar” al alejado, para que el mundo le pueda conocer y pueda recobrar la vida perdida.
En esta sociedad, que se empeña con ahínco en beber de la fuente del pecado, los cristianos hemos sido elegidos por el Señor para encarnar la sagrada misión de mostrar al mundo que con Jesús la vida es radicalmente diferente, porque la muerte, que es el mayor enemigo del hombre ha sido derrotada por Él. Gracias a esta verdad se abre de par en par la puerta de la Esperanza, y con ella la posibilidad de que el ser humano se pueda donar al “otro”, sin temor, porque ha descubierto que es en la donación como únicamente se puede ser feliz.
En la entrega a los demás se encuentra el Señor, autor de promesas que desbordan por completo nuestra capacidad de desear. La viuda de este Evangelio se encuentra con un regalo que ni siquiera podía soñar, se encuentra con el amor de Dios y es a partir de ese momento cuando su vida cambia por completo.
Jesucristo se dirige hoy, en este momento concreto de la historia, a las víctimas del paro, del abandono, de la marginación, de las injusticias, del desamor, de la violencia, de la desesperanza, del pecado, del vicio, del miedo, de la tristeza y de todo lo que amenaza la vida del hombre y les dice, uno por uno: “A ti te digo, levántate”, porque yo he muerto y resucitado por ti y para ti, para que nadie ni nada te pueda separar de mí y de la promesa de vida eterna que te he hecho. Tú eres para siempre mi elegido, mi aliado, para que puedas experimentar tú y a través de ti los que te rodean, el gozo que solo yo puedo dar.
Bienaventurado es todo aquel que se fía del Señor lo suficiente para resistirse a las seducciones y engaños del príncipe de este mundo, cuyo misión es apartar al hombre del amor de Dios y llevarle al lugar de perdición y condenación que el habita.
¡Ánimo!, por muy mal que te vayan las cosas, puedes vivir con paz y esperanza. El Señor se encarga, si tú quieres, de darte la fuerza que necesitas para atravesar la muerte y el sufrimiento con la certeza de que tu destino final y definitivo es la vida eterna junto a Dios.
Hermenegildo Sevilla Garrido