«En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacia, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer» (Mc 3,7-12).
En este párrafo del Evangelio, el evangelista Marcos nos relata cómo Jesús desea retirarse con sus discípulos a la orilla del lago. Podría entenderse que es para descansar y también para tener un rato de intimidad con los suyos, para preguntarle por lo que les ocupa y preocupa, para orientarlos y ayudarles. Sin embargo, no parece que se logra, pues el Señor es seguido por muchísima gente que está maravillada por los milagros que ha hecho y, particularmente, por haberse beneficiado de todo tipo de curaciones. De tal modo que “hasta los espíritus inmundos se postraban ante Él, gritando ´Tú eres el Hijo de Dios’. Pero Él les prohibía severamente que lo diesen a conocer”.
Hay algo importante que podemos destacar, y es que en hebreo, Jesús quiere decir “Dios salva”; en Él, Dios recapitula toda la historia de la salvación a favor de los hombres (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 430), y así es humanamente lógico que, ante prodigios evidentes, todos se lancen a estar cerca de Él, aunque no da la impresión que sea algo trabajado hacia adentro.
Por otra parte, podemos recordar que durante la vida pública del Señor, la mayoría de las veces no responde el pueblo con ese afán de salvación —incluso ocurre lo contrario— y es impresionante cómo actúan en contra de esa actitud de confianza salvífica los fariseos, partidarios de Herodes, sacerdotes y escribas que se ponen de acuerdo para perderle, acusándole de blasfemo, de falso profetismo, etc. (Cfr. Catecismo de la Iglesia, n. 574). Quizás por estos contextos, el Señor, en el evangelio de hoy señala esa prohibición de darle a conocer.
En efecto, vemos una muchedumbre vehemente y da la impresión que esa actitud de la multitud es sobre todo un sentimentalismo exaltado, sin otras miras que salir curados de lo que aqueja. Es comprensible en gran parte, dado que realmente todos necesitamos curaciones, que alguien nos salve, que nos respalden, que nos quieran, que nos consideren… porque el mal, aunque no sea lo definitivo de esta vida —ni mucho menos—, nos afecta a todos, al hombre, a la mujer, al inocente, al culpable. Males físicos, penas síquicas, problemas morales…
De los males sensibles nadie se libra; además conducen inexorablemente a la muerte. De los males interiores solo se libran los que no son culpables. Pero como no todos los males interiores son culpables, de los que ocurren sin culpa, tampoco se libra nadie…, y aquí viene, según mi parecer, una de las grandes enseñanzas de este Evangelio: no huir alocadamente del dolor, como hace esta muchedumbre.
La ayuda, entre otras, que este evangelio nos oferta es reconocer que necesitamos curarnos. ¿Y cómo lograrlo? De una parte, supone —esto no se refleja en este evangelio, no es su misión— poner los medios humanos a nuestro alcance para evitar males innecesarios o para vencerlos. Saber descansar, acudir al médico, comer en un clima familiar, ser templados, etc.
Y de otra —y esto sí que se refleja muy bien en el Evangelio que comentamos— comprender que de los males salen bienes mayores en la medida que nos acercamos a Jesús, en la medida que descubrimos que la clave de la persona humana está en su intimidad, en su conciencia, en su coexistencia, en su trascendencia.., que se protegen, se amplían y se consolidan si nos “apartamos” con Jesús, si buscamos tener intimidad con Él, regalando espacios a nuestra vida para tratarle, si nos cargamos de la salud espiritual que Él nos ofrece, ¿cómo hacerlo en esta sociedad en la que estamos en donde el stress nos hace llegar tarde, o incluso olvidar lo fundamental?
Pues, entre otras soluciones, está acudir al sacramento que cura: a la Confesión. Manifestar ahí nuestro dolor y nuestro mal, sin miedo, sin gritos, con intimidad, pues siempre el sacerdote que confiesa es Cristo. En la confesión —clara, completa, concisa y contrita, como aconsejaba San Jose María— compartiremos lo íntimo de nuestra vida con Él, que nos espera y acoge, y asi podremos percibir y gritar por dentro que es el Señor, el Hijo de Dios y que ha venido a salvarnos.
La conversión de la confesión nos aleja de los males y soledades que nos aquejan, y nos llena de esperanza porque descubrimos una y otra vez que nuestro destino es el cielo, lo que nadie imaginó, y al cual el Señor no cesa de llamarnos, para una intimidad plena, constante, gozosa.
Gloria Mª Tomás y Garrido