Los fariseos, al oir que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: » Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?». Él le dijo: <«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente>. Este es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo». En estos dos mandamientos se sostiene toda la Ley y los Profetas». (Mt. 22, 34-40)
Es muy difícil hacer callar. A nadie le gusta que le quiten la voz (o el micrófono). La gente habla y habla. Y, por encima de todo, no calla. Privar a alguien de la palabra es como un atentado de lesa majestad. Al menos- protestan- que pueda replicar, que pueda defenderme. Lo mínimo es, dicen, que me dejen explicarme, expresarme, exponer mi punto de vista, mi versión, mi opinión… hablar…hablar…hablar. Aunque no me hagan caso, aunque no me escuchen, aunque diga tonterías…¡Que me dejen hablar!. Es una reclamación demasiado frecuente. Nuestra fortaleza está en la palabra, piensan los necios. «La lengua es nuestra fuerza, nuestros labios nos defienden ¿quién será nuestro amo?» (Sal 12. 5)
Gran cosa, notable, fue hacer callar a los saduceos (los que se burlan de la resurrección). Uno calla cuando ha agotado los argumentos, cuando calcula que cualquier palabra adicional va a resultarle contraproducente. Es una rendición sin derrota, porque en lo interno se sigue pensando lo mismo contumazmente.
Y en esa coyuntura propicia los adversarios teológicos, los fariseos, comisionan a un gran experto para poner a prueba al Maestro. A ver si es capaz de jerarquizar la multiplicidad de preceptos que nos dan cobertura: ¿Cual es el principal?
Jesús responde siempre cuando se trata de dar testimonio de la Verdad, para eso ha venido al mundo. «El primero es Amarás al Señor, tu Dios» le recuerda. No se conforma con la cita literal del Deuteronomio (Dt 6, 5), sino que enfatiza la personalización; no se trata de un amor abstracto, deista, sino de amar a «tu» Señor. A Él depondrás todas tus fuerzas, todo tu corazón, toda tu alma. A tí te lo digo; todo para tu Señor.
Para que ese amor sea auténtico, sin doblez, sin incongruencia entre lo que dices y lo que hay en lo profundo de tu ser, no mires al Innombrable -que nadie puede ver- sino que el contraste lo tienes en tu prójimo. Ese que es tan visible que te gustaría no ver; ese próximo es al que tienes que amar (como primer y principal mandamiento). De nada sirve proclamar a los cuatro vientos, y con todas las solemnidades que queráis, que amais a Dios, si no puedes «ni ver» a tu hermano. San Juan lo aclaró de forma supina: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas» (I Jn 2, 9).
Esta proyección hacia la vida cotidiana, hacia la práctica, iguala a saduceos y fariseos; sus respectivas creencias son compatibles con el odio, la aversión, la indiferencia o el olvido del hermano, del concreto prójimo. Es lo que Jesús añade al «maestro de la Ley», para que de verdad la entienda; hay un precepto «semejante» a la Ley suprema de Israel; «Ama a tu prójimo como a tí mismo». «Yo soy» te lo dice. Y no como término de comparación – que sea tan inténsamente como te dicte tu egoismo- sino con inclusividad general del amor, que dice tanto hacia tí (empezando por el instinto de supervivencia) como por los demás (a quién ha dado la vida Dios). Y ten muy presente que Dios os ha creado a todos a su imagen y semejanza (Gn 1, 26). La imago Dei está muy citada, y con razón, pero hoy conviene -precisamente- hablar de la «semejanza». Es el propio Jesús quien lo asegura: «El segundo es semejante a él«.
Por eso la Iglesia no tiene duda y se cuida muy mucho de no separar lo que Dios ha unido. El nº 1878 del Catecismo concluye sin ambages: «El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios».
El verdadero Maestro le explica al legista, enviado por el capcioso conciliábulo de los fariseos, que la respuesta es más amplia que la pregunta: » En estos dos mandamientos se sostiene toda la Ley y los Profetas». En los dos. Son los dos. No hay espacio para la hipocresía, para la apariencia, para la fe sin obras. El magisterio seguro trae a colación, justo aquí, la semejanza. «Existe cierta semejanza entre la unidad de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y en el amor.» (Ibidem).