En el número anterior de Buenanueva, en el artículo “Si conocierais el don de Dios”, partíamos de algunos textos proféticos en los que hemos visto de forma progresiva la misión sacerdotal en el seno del pueblo elegido. En esta ocasión abrimos la puerta y entramos en el Nuevo Testamento. A la luz del Hijo de Dios, comprenderemos la plenitud de todo lo que le fue revelado a Israel con respecto a la misión fundamental de los sacerdotes de Jesucristo.
Empezamos por señalar que, si bien las obras de misericordia en general son campo apostólico de todos los miembros de la Iglesia, hay una de ellas específica que es parte de la esencia de los llamados al sacerdocio: saciar las almas hambrientas con el pan del Rostro de Dios oculto en el Evangelio, en la Palabra. El sacerdote desentraña este Pan oculto con el que alimenta su alma, al tiempo que alimenta las almas hambrientas. Por supuesto que todos los sacerdotes también se deben a los sacramentos, pero en la catequesis presente estamos haciendo hincapié en este prisma inherente y esencial a su ministerio: la predicación que alimenta y sacia el alma. Cuando hablo del Pan del Rostro de Dios oculto en la Palabra, me estoy refiriendo al alimento del Hijo de Dios. Él alimentó su alma a lo largo de su vida con la Palabra que recibía del Padre. Él mismo dice que predica según oye y ve al Padre (cfr. Jn 8, 28y 38). Este alimento, fuerza y sabiduría para poder cumplir su misión, estaba todavía oculto incluso para sus discípulos. Recordemos cuando se quedó hablando con la samaritana junto al pozo y sus discípulos fueron hasta la ciudad para comprar comida. A su vuelta, le ofrecieron de lo que habían comprado, y Él les respondió: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis” (Jn 4,32). Éste es el Pan de la fe. Recordemos que Pablo afirma que la fe nace de la predicación del Evangelio (cfr. Rm 10,17), Pan del alma que Jesús dará a conocer progresivamente a sus discípulos. Después de su Resurrección, abrió sus inteligencias para que pudieran comprender la Palabra (cfr. Lc 24,45). En definitiva, y saboreando la espiritualidad bíblica, sabemos que lo que hizo fue abrir sus espíritus a fin de que fueran aptos para recibir el alimento del Evangelio y pudiesen así crecer en el discipulado. Volviendo a la específica y esencial misión sacerdotal de la que estamos hablando, hacemos ahora referencia al milagro de la multiplicación de los panes. Como todos los textos de la Escritura, también éste tiene sus múltiples interpretaciones catequéticas. Nosotros abordaremos aquella que expresa, por la riqueza de su simbología, la obra de Jesucristo que subyace detrás de este milagro, el alimento preparado por Él y que los hombres todavía no conocen: el Pan del Rostro del Padre. Repasamos el cuadro escénico siguiendo el texto de Mateo. Toda una muchedumbre sale de sus pueblos para encontrarse con Jesús. Él se compadece de todos estos hombres y mujeres, pues ve que sus almas están hambrientas y desfallecidas. Llegado el atardecer, antes de despedirlos a sus casas, decide multiplicar unos panes que están a mano, haciendo presente el paralelismo de las dos formas de padecer hambre: la del cuerpo y del alma. En el texto evangélico encontramos un dato catequético por el que encuadramos este milagro con la profecía ya anteriormente citada de Jeremías: “Empaparé el alma de los sacerdotes y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,14). Veamos la sucesión de gestos de Jesús, y comprenderemos que el pan multiplicado en sus manos es signo del alimento del que Jesús dijo a sus apóstoles que todavía no conocían: el alimento que sacia el alma. Vayamos a un extracto del milagro: “Tomó Jesús los cinco panes y los dos peces, y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente” (Mt 14,19). Jesús levanta los ojos al cielo, lo que quiere decir que entra en comunión con el Padre. A continuación parte los panes y los da a sus discípulos, es decir, les empapa el alma. Estos, a su vez, los ofrecen a la multitud, esto es, también empapa el alma a la muchedumbre. Todos se saciaron del alimento desconocido. Todos; tanto los apóstoles como las gentes, que, en ese lugar de escucha, personifican a la Iglesia, el pueblo de Dios. Jesús mismo señala que las palabras que el Padre ha puesto en su boca y que constituyen el Evangelio, son alimento del espíritu. Escuchémosle: “El espíritu es el que da Vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son Espíritu y son Vida” (Jn 6,63). El Hijo de Dios proclama esta extraordinaria y bella noticia en la catequesis que sigue a la multiplicación de los panes narrada por Juan. Por supuesto que el escándalo que surgió en el seno de sus oyentes fue mayúsculo, hasta el punto de que se alejaron de Él (cfr. Jn 6,66). Nos podemos imaginar la situación angustiosa que se creó. Los apóstoles, que apenas un poco antes se frotaban las manos ante el espectacular triunfo de Jesús delante de su pueblo, ahora se sienten decepcionados, cuando en la escena solamente quedan ellos y Jesús. Éste les lanza una pregunta que más parece un dardo: “¿También vosotros queréis marcharos?”, es decir, ¿también vosotros pensáis que hablo por hablar, que mis palabras no tiene más valor que las de cualquier maestro de Israel? ¿Pensáis, como los que se han marchado, que no hay Espíritu y Vida en ellas? Conocemos la respuesta de Pedro: “¿A quién vamos a ir?” No nos interesa otro tipo de palabras por muy seductoras o atrayentes que sean. Necesitamos palabras que sean Espíritu y Vida, y sólo tú las tienes. Sólo ellas alimentan nuestro espíritu, sólo ellas revelan el Misterio, sólo ellas son el Pan del Rostro del Padre…”Sólo tú tienes Palabras de Vida Eterna” (Jn 6,68). He escrito estas páginas con el deseo de presentar la vocación, la llamada al sacerdocio, incidiendo en la esencia y núcleo de este ministerio. Acariciándolo y acogiéndolo como una gracia que no tiene precio, se entenderá progresivamente la buena noticia de Jesús: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ¡Ven y sígueme! (*). Por poner sólo un ejemplo, diremos que Mateo conoció, valoró y amó con toda su alma y todo su corazón, el don de Dios en aquel día bendito de su vida en el que su Hijo se detuvo ante él y le propuso: ¡Ven y sígueme! (Mt 9,9).