En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?»
El llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.
«Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe.
«Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (San Mateo 18, 1-5.10).
COMENTARIO
Los discípulos tenían un criterio de la prelación, y Jesús otro ¿A quién valora más Dios?
Están subiendo a Jerusalén, y ya saben para qué… pero su preocupación está lejos de la realidad de Jesús. Quieren saber “quién es el mayor” en el Reino para aclarar posiciones y puestos. Son hombres adultos y sensatos, pero con la mentalidad triunfalista de un Reino terreno, inquietos por el orden y la jerarquía que habrá en el cielo. Existían ya celos y envidias entre ellos para ser los primeros, quizás resentidos porque en la Transfiguración Jesús solo eligió a tres … Y la respuesta de Jesús fue plantarles un niño delante para explicar que el camino era ser como un niño, humilde, inocente y confiado. “El que acoge a un niño como este, me acoge a mí” … De nuevo la humildad es la llave del Reino, opuesta a soberbia, prejuicios y a no renunciar a equívocas creencias. “El más grande” no es solo el que se aniña o detiene su estatura física, sino el que está abierto al asombro. Como niños de corazón sencillo, sin asomo de dudas, sin medir dificultades, porque confían en su padre. No es rebajarse ni achicarse, sino aceptar que Dios es todo y nosotros nada. Jesús aparta al engreído y se acerca al inocente porque sabe que sus ángeles están delante de su Padre. Él ya nos hizo así, como niños, pero nos creemos grandes y hay que cambiar. “Tenéis que haceros como niños” es puro Evangelio, aunque sin nuestros ángeles que ven al Padre y nos ayudan, parece imposible el cambio.
Los judíos no aguantaban a los niños. Así entendemos que los discípulos los espanten cuando se acercaban a Jesús porque lo molestarían. Pero también aquí el Maestro es rompedor, alabando la sencillez y debilidad de los niños en un mundo de adultos, porque no son rencorosos, ni enrevesados, ni ambiciosos. Invita a tener espíritu de niño, que no es infantilismo ni estar aniñado, es ser transparentes de pensamiento, y tener la mirada limpia de la inocencia.
¿Qué cualidades tienen los niños, que a veces nos parecen tan impacientes, desordenados, llorones, sucios y débiles? Pues una sola: no saben aún que tienen habilidades ni se valen por sí mismos, necesitan el amor y cuidado de sus padres. Y sus ángeles ven cara a cara el rostro de Dios. Los niños son como sus ángeles, pura inocencia y bondad, aunque los primeros lo son por naturaleza, y los niños… mientras no los contamina el olor a mundo.
Hoy celebramos a esos ángeles personales que Dios pone en nuestra vida. Si camináramos en solitario, nos perderíamos en la senda del reino.
Como ángeles son las personas que nos abren puertas o nos cuidan sin mirar si lo merecemos o no. Un Ángel es el acceso de la presencia especial de Dios a la vida concreta de alguien. Su llegada es silenciosa y sorprendente casi siempre. No hablan, pero tienen muchas horas de vuelo y saben el regalo de Dios con nuestros pensamientos y deseos. Si buscamos a los ángeles sin Dios, solo encontraremos amuletos o mascotas, no custodios personales de la Imagen.
Los niños tienen esperanza, sí, pero se ve más su alegría por las cosas pequeñas, inmediatas. Y sobre todo ello, los niños tienen línea directa con el Padre a través de sus ángeles, que los convierten, cuando son acogidos, como Jesús, en el premio gordo de la lotería de la vida: “quien acoge a un niño … me acoge a mí”.
A veces ser niño, en su sencillez angélica, es un sacramental del misterio del Reino de los cielos, que no es un lugar físico sino espiritual, servido por los ángeles. Y la Reina de los ángeles es también la Reina y madre de los niños y de los que se han hecho como ellos. Ella cuida del Reino, la casa del Espíritu y sus habitantes espirituales que la guardan y custodian, los hombres-niños y sus ángeles.
El ángel de la guarda o ángel custodio es, según la creencia religiosa, el encargado por Dios de proteger, guardar y guiar a una persona durante su vida en la tierra. Pero ¿en qué guardarlo? ¿Cuál es el tesoro a cuidar? Larga lista podríamos hacer con las necesidades peculiares de cada uno. Y probablemente en esas cositas nuestras descubramos frecuentemente su ‘dulce compañía”. Pero la evidencia más grande está en la alegría de la fe, la que a veces es solo aquel silencio que nos hace pensar que “ha pasado un ángel”. Porque así son, silenciosos, con un leve perfume a cosas bien hechas, que nos dejan seguros y como tutelados ante el mal. “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…” dice una oración que aprendemos de niños, y es una realidad.