«No te alegres por mi causa, enemiga mia, pues si caí me levantaré; si vivo en tinieblas, el Señor es mi luz. Me hará salir a la luz y veré su justicia. Cuando lo vea mi enemiga se cubrirá de verguenza» (Mq 7, 8ss). Este texto de Miqueas guiará la meditación sobre la muerte cristiana del presente articulo. Y para «situar» con claridad, tanto conceptual como emotivamente, el punto exacto de dicha reflexión en el lugar que le es conveniente, hay que completar a Miqueas con otras palabras de la Escritura llenas de «gracia y verdad»; dice el salmo 143 (v. 9.11): «Líbrame, Señor, del enemigo, que me refugio en tí (…) por tu nombre, Señor, consérvame vivo». En el v 3: «El enemigo me persigue a muerte, empuja mi vida al sepulcro, me confina a las tinieblas como a los muertos ya olvidados». Lucas (Lc 1,70.71.79) trae al tiempo de las Promesas cumplidas: «como había [Dios] prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas que nos salvaría de nuestros enemigos (…) a fin de iluminar a los que se hallan sentados en tinieblas y sombras de muerte».
La vida es —entre otras definiciones que ha merecido— una milicia, como nos ha enseñado el libro de Job; una competición en el estadio para la que hay que estar bien entrenado; o un pujilato en el que los golpes no pueden darse al aire, sino al contrincante: también esto lo hemos aprendido de Pablo. Es un enemigo que compite con nosotros; no es un nuevo adversario que respeta legalmente las reglas del juego, presentándose honestamente al cuerpo a cuerpo. ¡Qué va! Es ladino, artero, astuto, marrullero y traicionero. No hay forma de fijarlo para atacarlo…, y derrotarlo. Al revés: nos busca los puntos débiles, agranda nuestra fatiga, cambia a su conveniencia la estrategia, nos mete el pulgar en los ojos, etc.
La experiencia de S. Pablo nos sirve a nosotros: nuestra lucha no es contra la carne y la sangre sino contra las potencias del Mal, de este mundo tenebroso, contra el Diablo que nos acecha desde el aire (cfr Ef 6,10-12). Entonces, ¿qué podemos hacer? Pues dos cosas: la primera, tomar muy en serio al Apóstol: «fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios: la Verdad, la Justicia como coraza, los pies calzados con el Evangelio de la paz, embrazando el escudo de la Fe, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, siempre en oración… velando juntos con perseverancia…» (Ef 6,10-18). Y la segunda, haciendo caso a Pablo, blandir esta Palabra de Jesús, dándole crédito absoluto: «Ved que os he dado potestad de caminar sobre serpientes y escorpiones y contra toda la potencia del enemigo» (Lc 10,19).
desierto poblado de aullidos
Lucas, el Evangelista que es conocido con el apelativo de «escribiente de la mansedumbre de Cristo» —cosa que es evidente en todo su Evangelio, y en los Hechos— utiliza en este caso una palabra que tiene un sentido adjetival (derivado de un verbo de extraordinaria fuerza): «ejzrou«, «de quien detesta», «de quien odia». No es un enemigo cualquiera: no tiene con nosotros una rivalidad u hostilidad corriente. Lucas, tan dado a poner en las palabras y actitudes de Jesús la comprensión, la misericordia y la ternura, esta vez no lo hace. El enemigo este nos odia, nos detesta, hasta el punto que lo que le define es ser «el que nos odia, nos aborrece, nos detesta, hasta la muerte».
Este es el punto: «hasta la muerte». A esto nos enfrenta el enemigo que nos hace la guerra. No hay cuartel, no hay tregua, no hay componendas, no hay nada que pactar ni negociar. Uno de los dos tiene que morir; el caso es tan extremo, que a este (iba a decir «enemigo», pero mejor seguir con la traducción fuerte) «que nos aborrece», más que su victoria le interesa nuestra derrota. Porque no puede saborear su triunfo, no le cabe satisfacción alguna en ganarnos, pero sí desahoga su odio en nuestro vencimiento y acabamiento. A él no le importa (maravillosa explicación, por parte del Señor) recoger una buena cosecha; le importa que la cizaña ahogue el buen trigo y el Señor del Reino se quede sin qué llevar a sus graneros.
Esta cizaña es la muerte con que se infecta la vida y se hace imposible para nosotros. Siempre presente en nuestras ilusiones y anhelos legítimos de crecimiento, de desarrollo y de felicidad, atrapa y comprime el impulso a la vida que Dios puso en nosotros hasta sofocarlo y forzarnos a una alocada aventura de frustración personal y colectiva, que está en el origen de los horrores que desde siempre han asolado la tierra, y que hoy la tienen convertida en un «desierto poblado de aullidos», como dice la Escritura. Esta comprensión del tiempo es lo que impulsó a Fernández de Andrada a escribir: «¿Qué es nuestra vida más que un breve día do apenas sale sol, cuando se pierde en las tinieblas de la noche fría?» («Epístola moral a Fabio»).
La malicia de la muerte como derrota está en que anula las ganas de vivir de verdad e impele a la locura de «matar» a los demás. Una mirada a nuestro mundo hodierno convence fácilmente del drama al que nos enfrentamos: la alternancia dia-noche, que el poeta indicaba antes, es la expresión de este antagonismo o guerra entre el bien y el mal en su más hondo y trascendente sentido. Es cierto que el hombre, con la cultura y la civilización, ha pretendido rebajar el dramatismo y domeñar sus frustraciones y desesperanzas, hasta el punto, incluso, de inventar una torre-fortaleza en que parapetarse y buscar refugio. Pero el enemigo aulla (brama en otro momentos) incansable fuera, dando vueltas y vueltas en torno, buscando a quien destrozar (1Pe 5,8). El Estado del bienestar, que es solo para una parte de la humanidad, no puede ser la «casa fuerte» cerrada a cal y canto frente al dolor, el sufrimiento y la desesperación de tantos otros que han quedado fuera. De hecho, ya hoy no lo es: tiene grietas enormes que le han abierto sus propias contradiciones internas y las embestidas de los desesperados.
se niega la vida, se rebaja la muerte
La mayor contradicción interna es la «utopía secular» con que diseñamos los planos de esta casa. Para la utopía secular-laicista el humanismo «auténtico» no viene ya del cielo, no puede llegarnos de arriba, porque las puertas y ventanas están tan solo pintadas en los muros; a lo sumo hemos dejado unos vanos en las paredes interiores desde los que posarnos unos a otros imágenes y sonidos de lo que ocurre «en la habitación de al lado», bueno o malo.
Pero, claro: para creerse esto hace falta mucha más fe que la exigida por la religión; al menos una fe mucho menos humanizadora y liberadora que la cristiana. Cada vez es más evidente que no sirve el consuelo-señuelo de que «el progreso todo lo puede» (primer artículo del credo transhumano, heredado de la modernidad), ni la redentora afirmación (dogma esencial de la nueva fe) de que el individuo sacrificado se salva y redime en la pervivencia resultante de su personal inmersión en lo social- político. Desde esta ideología, se dice, podría el ser humano alcanzar la «vida que no acaba», navegando, como gota en el infinito mar del colectivo transpersonal, y desde allí (puesto «en tela de juicio» mucho más de lo que, seguramente, Heidegger admitiría) bregar, luchar la vida esta y… ¡morir! Este secularismo está viciado en su raíz, y por eso es tan estéril en sus ramas. Al mismo tiempo hay que subrayar con fuerza que a su lado la gracia de Dios está produciendo frutos extraordinarios de santidad y regeneración social.
De este modo hemos llegado a un punto de difícil (de imposible) solución: la resolución del dilema, no ya la existencia de Dios y la existencia del Mal, sino de cómo vivir de veras, si se nos escamotea la muerta en su valencia más relevante, desfigurándola, pretendiendo rebajar su «tono» vital (¡magnífica paradoja!) al vanalizarla, y recluyéndola en los márgenes y periferias, y se niega la vida con gestos y voces espasmódicos que recorren calles y plazas de la ciudad global.
el miedo a la responsabilidad adulta
Un ejemplo claro es el del aborto (al lado de otros: violencia, crimen organizado, drogadicción, etc.). El panorama es complejo —y, desde luego, nadie pretende el parangón entre unos males y otros. Pienso que la vida es tachada, raspada o disuelta de mil modos diferentes: esta maravilla del vivir se pretende concretar y realizar por medio de aberrantes deformaciones de la conciencia personal (cautiva de slóganes y dicho mediáticos) y de la social y pública que es la Ley (no dependiente de aditivo alguno; tampoco del de «democraticamente vinculante»). El secularismo ateo ha elevado lo irracional a categoria de derecho y lo ha sentado en el trono del relativismo y la arbitrariedad. Vemos cómo pasea «bajo palio» a sus pontífices, los ideólogos que perjeñan la opinión pública, el palio de las pancartas que ostentan procesionalmente en calles y plazas.
Esta «nueva liturgia», hecha expectáculo, nos sugiere una primera reflexión: ¿qué oculta el argumento publicitario y «hacia la calle» del abortismo? Yo creo que varias cosas: en primer lugar, un impulso profundo y plenamente humano que se bocea fuertemente en los espacios institucionales (Parlamentos, Senados, Congresos, etc) y sociales comunes, revelando el miedo a la responsabilidad adulta, que poco tiene que ver con la edad convencionalmente marcada como «mayoría de edad», y a los problemas y sufrimientos de toda índole que conlleva un embarazo no deseado. En segundo término, una falacia, una torcedura de la razón y del recto sentido de la realidad: oponer el derecho de la mujer a decidir por sí misma (¡faltaría más!) al del feto por nacer, «nasciturus», (¡faltaría menos!).
¿Cómo no nos damos cuenta de que es prefabricado y artificioso este conflicto de derechos? La mujer y el niño no nacido tienen derecho a la vida, cada uno en su rango. Y ambos, son compatibles perfectamente, porque la vida es el sustrato común que los legitima y les empuja a potenciarse mutuamente. Negar la vida empequeñece hasta borrar y suprimir la condición de mujer «en situación embarazosa». La maternidad llevada a término, asumiendo dificultades y sufrimientos, que a veces son heróicos, da a la feminidad una dimensión y plenitud de humanidad que ninguna ley ni ideología alguna pueden aportarle.
El derecho a decidir se cumple acogiendo y desarrollando la vida del ser que crece en la madre y de ella, y que al mismo tiempo es plenamente autónomo en su dependencia. La palabra «hijo» señala, al mismo tiempo que la perfecta conciliación entre ambos derechos, las diferencias entre un mero feto y una persona que clama —silenciosamente— por nacer, por vivir.
la muerte no es una derrota de la vida
Una segunda reflexión nos la ofrece un breve texto de Pablo a los Colosenses (2,8): la vuelta a los elementos del mundo con un viejo esquema de vana y falaz filosofía inspirada en tradiciones humanas. La vanalidad y el engaño residen en una preintención postulada como principio y origen de todo el desarollo posterior y de sus conclusiones: la negación del matrimonio, llevándose por delante la familia como soporte de amor relacional que toda persona necesita sustancialmente, ya como hombre, ya como mujer. De este modo, las prácticas abortistas y otras que confunden procreación con fabricación y manipulación de la vida humana son las consecuiencas del dogmatismo reduccionista del ser humano a un mero objeto manipulable.
Pablo no niega la filosofía, todo lo contrario: recoge la pretensión cristiana de los comienzos de fundamentar la existencia del ser humano en la libertad («no os dejéis esclavizar por vanas falacias», Col 2,8) de la Sabidutría de Dios, Jesucristo, único fundamento que puede ponerse; mejor aún: que ya está puesto (1Co 3,11). La legitimación de este planteamiento cristiano está en el testimonio de vida real que ofrece la familia cristiana estructurada sobre el matrimonio conforme al plan creado por Dios, y convertido en sacramento y signo de la relación orgánica y vital de amor entre Dios y el hombre. Solo desde la mala fe puede tergiversarse Efesios 5, 21-23 de la forma tan burda como se ha hecho a veces.
La muerte no es una derrota de la vida. La victoria cae del lado de esta última al incorporarnos a Cristo resucitado, y llevando la alegría al último extremo de la aflicción y del dolor humanos. La vida la hemos de vivir en la angostura de un mundo en que se mezclan lo bueno y lo malo, los buenos y los malos, el pecado y la gracia. Pero Dios ama al mundo y ha apostado fuerte dándole a su Hijo (Jn 3,16). En la victoria de Jesús sobre el mundo tenemos nosotros el ánimo y la esperanza cierta de que «… nuestros ojos llegarán a ver a nuestra enemiga convertida en lugar pisoteado como barro de la calle» (Mq 7,10). Al lado de la Cruz, la Mujer que pisoteó la cabeza de esta enemiga reza con nosotros al Señor los versos del poeta en la oración de alabanza de la mañana:
«… llévame, Señor, contigo…
(Porque) más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte»
(Himno de Laudes. Miercoles II)
Virgen María…, Amén.
César Allende García