En este momento de paz conmigo misma, y ahondando en el pozo de mi mente, los recuerdos se amontonan en desorden y los sentimientos se entremezclan en mi alma. ¿Qué fuiste tú y qué eres en este instante? ¿Qué camino recorriste en la vida, que te llevó de un extremo a otro? ¿Cómo puede una madre sentir amor y odio? ¿Cómo puede llorar y reír luego? Es la vida una caja de sorpresas que te hacen día a día cambiar lo blanco a negro y lo negro a blanco casi al mismo tiempo.
Tú naciste, Guzmán, una mañana de verano, cuando el sol calienta y ciega, cuando el cielo es azul y la flor despierta; y en unos minutos apagaste el sol, marchitaste la flor y nubes oscuras aparecieron en el horizonte. Todo cambió de repente, y mi mayor dolor lo produjiste tú con tu carita. No te miré en mucho tiempo porque no era capaz de soportar ese momento. Tus hermanas, ¡tan hermosas!, con su inocencia —la inocencia de las almas puras—me decían: “Mamá, qué guapo es el niño, que todo el mundo le mira”, y a mí se me saltaban las lágrimas y callaba por respuesta.
Ellas nunca te notaron nada y yo no quise romper aquella inocencia; solo sabían que tenías malito el corazón y la cabeza. Raquel, la más pequeña, a veces me comentaba con un aire de exigencia: “Yo no comprendo a Jesús, que dicen que todo lo puede, cómo no inventa una medicina que cure a mi hermanito sus dolencias”.
La primera vez que sonreíste tendrías tres meses. Se lo conté a tu padre y, ¿sabes cuál fue su respuesta?: “Serán imaginaciones tuyas —dijo—, pues creo que estos niños no sonríen a edades tan tempranas”. Yo me lo creí ante el aplomo de él: pero cuando más tarde volviste a sonreír, ya no dudé más y dejé que la gente o los libros dijeran lo que quisieran… Tú me sonreías y yo lo sabía.
La tristeza, los llantos y el desencanto duraron mucho. Pero tú, Guzmán, desde el primer día te pusiste a pelear en una batalla larga y dura, y la tenías que ganar. Ganaste al desprecio de tu familia, a la compasión de tus vecinos, al alejamiento de los amigos y hasta a la muerte venciste.
Tuvieron que pasar días y ¡años! Tuviste que sonreír miles de veces, que hacer muchos “ajitos” y arrastrarte por el suelo. Venciste a tantas bacterias, virus y demás microbios y te costó tanto el empeño, que hasta un día te “paraste” por un momento. Hasta que unas manos buenas, manos de un buen médico, consiguieron darte cuerda y aún sigues viviendo.
Dejé el trabajo y las juergas y me entregué como en sueños a sacarte adelante, y lo estamos consiguiendo. En el fondo de tus ojos me hundía todas las noches mientras te contaba un cuento y te enseñaba un “te quiero”. Pero tú no me llamabas ni entendías mis cuentos, aunque sí que me mirabas con el azul de tu cielo, y mirando te dormías apretándome el dedo con tu puñito tan frágil. ¡Qué trabajo me costaba sacarlo luego!
Eras tan chiquirritín que por ti no parecía pasar el tiempo. Entraste en el “cole” a los cinco años y solo un palmo levantabas del suelo. Creo que cuando te midieron dijeron que 86 centímetros medía tu cuerpo. Fuiste la mascota del “cole” por mucho tiempo, y te tenían que vigilar con mucho esmero, pues los niños jugaban contigo como con un muñeco. Ya todo el mundo te quería; de la familia y los amigos te pusiste el “primero”. Un gran paso habías dado en conquistar los terrenos.
Ahora todo es más fácil y para mí lo primero fue cuando con lengua de trapo un día dijiste: “Mamá te tero”. ¡No lo podía creer! Mi niño era capaz de hablar, aunque apenas sí le entiendo; y comencé a aprender para mí un lenguaje nuevo, el lenguaje de su alma y de su cuerpo, y a través de esos sonidos comprender sus sentimientos. Era como darse un abrazo las almas.
Yo te entiendo al instante, y aún antes de hacerlo, porque con tu gesto y cara adivino tus deseos. Ya has vencido al enemigo. El triunfo ya es nuestro, pues “amor” me es escaso para explicar lo que siento. Por ti hoy sé lo que la palabra “madre” lleva muy dentro. Tú me has enseñado tanto que fuiste mi mejor maestro. La vida se volvió otra cosa, y ahora comprendo mejor al prójimo que en esta vida me encuentro. He aprendido a gozar ese instante tan pequeño y que no percibía porque era tan escueto: como mirar el colorido del árbol y las estrellas del cielo, el rumor del agua libre y el silbido del viento, oler el césped cortado y escuchar la voz del bosque, que no para ni un momento…
Tu ideal es complacer a todos los que te rodean, y te sientes tan feliz cuando nos ayudas en casa con los trabajos diarios que los demás escaquean. Nunca te has puesto cabezón y nunca ni una rabieta ni un enfado. Solo son tus besitos los que siento a mi lado. A veces me besas los pies y otras me besas las manos. Es como si te quisieras hacer perdonar tantos llantos ya pasados, y me miras como diciéndome: “¿Ves cómo iba a ser tu hijo el más amado? Yo no te voy a dejar. Siempre estaré a tu lado, yendo contigo muy juntos, cogiéndonos de la mano. No te voy a compartir con ningún otro ser amado; yo soy tu ángel, mamá. Te quitaré penas y enfados, pues conmigo tendrás el compañero soñado”.
Mª Dolores
2 comentarios
te felicito Dolores. No seas tan dura contigo misma, mira que al principio cuando uno recibe los grandes regalos no es capaz de verlo porque la envoltura no es tan atractiva.. pero Dios que es nuestro hacedor y nos conoce sabe lo que es bueno para nosotros y nos da la fortaleza para luchar hasta con nuestro entendimiento y el amor se derrama abundantemente en cuanto aceptamos que es una bendición y no una carga un hijo con Sindrome Down. gracias por tu sinceridad. Bendiciones!
Pobre madre!! Cuato sufrimiento!! Yo tengo una hija de 3 años con sd y gracias a Dios la hemos recibido muy bien y se ha desarrolado de maravillas, va a una escuela comun, habla y camina como cualquier niño. Todo le ha costado un poquito mas pero lo va logrando dia a dia. Nosotros, sus padres, trabajamos como todo el mundo y hacemos una vida normal. estaré errada?? Cariños.