Un día que estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe que tenían, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados.» Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?» Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: `Tus pecados te quedan perdonados’, o decir: `Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dijo al paralítico-: `A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’.» Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles» (San Lucas 5, 17-26).
COMENTARIO
En esta palabra aparece sin duda la fe que Cristo percibe en aquellos hombres, y también podemos presumir la caridad para con el enfermo de los que lo llevan y la intrepidez de su amistad, pero lo realmente importante es la acción de Cristo, que además es signo de la salvación definitiva, que es su misión. Siendo la fe que comparten, “ellos”, la que obtiene al paralítico el perdón, podemos presumir que también compartan el perdón, que es la consecuencia de su fe. La curación es solamente el signo del poder de Cristo para salvar, como testimonio ante aquellos fariseos y doctores del que deberán responder si lo rechazan.
Es importante destacar la “obra” que realizan juntos de: “abrir el techo encima de donde él estaba”, y que el evangelista interpreta diciendo: “Viendo la fe de ellos”. Hay ocasiones extremas en las que la oración, requiere pasar a la acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro; que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como ha hecho Cristo por nosotros.
Por el pecado, ha proliferado el mal sobre la creación, que ha quedado sometida a la frustración y a la muerte. El suelo ha quedado maldito, pero los profetas anuncian que la creación será restaurada, cuando llegue la salvación de Dios por el perdón de los pecados, y aparezca sobre la tierra el nuevo paraíso que describe Isaías.
Estas son las “cosas admirables” (increíbles) de las que habla el Evangelio, y que Cristo realiza, como signos de que ha llegado el cumplimiento de las profecías; de que el Mesías ha llegado, y con él, el perdón de los pecados. Los judíos deben discernir el significado de los signos que Dios realiza por Cristo, y por eso les dice Jesús: “para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar”; que el Reino de Dios ha llegado; que Dios mismo está con nosotros. No tienen pues, excusa, quienes han recibido el testimonio que Dios da con sus obras: “las obras que realizo dan testimonio de mi” dirá Cristo. Por eso la creación puede ser liberada de la muerte consecuencia del pecado, o como en este caso de la enfermedad de la parálisis.
La muerte ha sido vencida y el mal debe retroceder ante la fe, que salva a quien acoge a Cristo; él es la salvación de Dios. Cuando Cristo ve esa fe en los hombres, puede testificar el perdón de los pecados, y la curación es una añadidura y un testimonio que hace responsables a los que lo reciben y a los que lo contemplan; en aquel caso a las ovejas perdidas de la casa de Israel a las que el Señor fue enviado, y hoy a nosotros, a quienes se nos da esta palabra.
Hoy también, mediante el testimonio de la palabra, se hace presente la salvación, para todo el que cree. Esta es la fe que expresamos en la Eucaristía cuando decimos ¡amén! a Cristo, a su entrega por nosotros: a su muerte, y a su resurrección.
¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección! ¡Ven, Señor!