«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí”». (Jn, 14 1-69)
A mí me es imposible hablar de este evangelio, más allá de lo que dijo Juan Pablo II en su mensaje al convocar a los Jóvenes en Santiago de Compostela para 1989 [1] o de las referencias que hace el Catecismo en sus apartados: 668–677. 857-865. 1267-1269.
Es difícil que sin el Espíritu Santo entendamos las palabras de Jesús: “adonde yo voy, ya sabéis el camino”. ¿Cómo sin Él, va a entrar en nuestra cabecita, que para ir donde Jesús hay que acompañarlo a la Cruz? La realidad nuestra es la que expresa Tomás: ni sabemos dónde va Jesús ni queremos saber de ese camino que marca su pasión, aunque hayamos visto su resurrección.
El Señor está preparando a los apóstoles, como a nosotros en estos días, para hacerlos partícipes del Espíritu Santo, que les revelará todos los misterios. Ese Espíritu es el que amalgama, da vida y santifica a la Iglesia, configurándola a imagen y semejanza de Jesús, haciéndola partícipe de su sufrimiento destinado a salvar a la humanidad, y digo esto pensando en cuántos hermanos nuestros en la fe están estos días dando su vida por participar de este Espíritu.
Ante este sufrimiento, como ante todo sufrimiento, como el diablo tentó a Jesús en el desierto, el mundo clama justicia —venganza, aunque no se atreven a llamarlo así porque no es políticamente correcto, pero dadles tiempo—. Sin embargo, como miembros de la Iglesia, nosotros estamos llamados a clamar a este mundo perdido que no, que no queremos venganza, que no queremos justicia, que Dios ya los ha elegido, los ha hecho suyos y les ha concedido el gran premio del cristiano: dar la vida por sus enemigos.
Este mundo necesita saber que ese amor se puede dar, que Jesucristo nos abrió de par en par las puertas para amar así y que no podemos dejar que nuestras comodidades, planes, pecados tentaciones, o incluso nuestra imagen de Dios, nos separen de ese amor, de ese Espíritu. Por eso no podemos caer en la tentación del mundo de clamar justicia, sino dar gracias a Dios por esos mártires cuyo sufrimiento regarán sin duda la semilla del anuncio del Evangelio, dando mucho fruto. Y proclamar a tiempo y a destiempo esta noticia de Cristo resucitado y vivo en su Iglesia, haciendo presente en el mundo la derrota del pecado y la muerte que lo están destruyendo.
Antonio Simón