En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.»» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha contado (San Juan 1, 1-18).
COMENTARIO
Este “en el principio” es paralelo del inicio del Génesis: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” y en la cosmovisión judía Dios, el Eterno, es el principio y el final, no tiene tiempo, tiene existencia, “Es el que Es”. Este inicio del evangelio de san Juan se nos presenta como un nuevo Génesis, reinterpretándolo desde la experiencia de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, la única palabra de Dios, por quien todo fue hecho y hacia quien todo confluye.
Este es el punto esencial que nos presenta este inicio del evangelio de san Juan: el Eterno, el que está fuera del tiempo, entra en el tiempo, en la historia, se hace hombre, sujeto a la muerte. Es la “kenosis” de la que nos habla san Pablo en Flp 2: «El cual, siendo Dios, no retuvo ávidamente su dignidad, sino que se hizo hombre. Y hecho hombre, se humilló a sí mismo, tomando condición de esclavo, obedeciendo hasta la muerte.»
Identificación del Verbo, palabra de Dios con el enviado Jesucristo.
En el principio, se nos dice, la Palabra Creadora estaba junto a Dios, porque era el mismo Dios. Es mucho más que una palabra que sustenta lo nombrado: es una palabra creadora. “Dijo Dios” se repite a lo largo de la narración de la creación en el capítulo 1 del Génesis y ese decir provoca la existencia. Por tanto es mucho más que el «logos», es mucho más que el conocimiento: es la potencia de hacer surgir lo que está pensado en el plan de Dios.
Y, ¿cuál es el plan de Dios? Que todos los hombres se salven, respetando en ellos absolutamente la impronta divina que poseen (hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza), que es la libertad, aunque mediatizada por el pecado, como se nos narra también en los primeros capítulos del Génesis.
Por eso, cuando la Palabra vino al mundo, el mundo, los hombres, en quienes se ha oscurecido la visión de Dios, su cercanía y su amistad, una humanidad que por el miedo a la muerte está de por vida sujeta a la esclavitud, ese mundo no conoció a la Palabra de Dios encarnada, y nació, como celebramos estos días fuera, exiliada, desterrada, en un pesebre. Aunque fue anunciada, solo los pobres y los gentiles, los que no cuentan, fueron testigos de esa Buena Noticia. Así es nuestro Dios.
La Voz y la Palabra. Se distingue la “Voz” de la “Palabra”. La Voz es el soporte, la base por la que circula la Palabra, que son las promesas cumplidas, incluidas en la Torá y en los Profetas. Esa Voz la encarna Juan, el último de los profetas.
Todos tenemos profetas en nuestra vida. Hay profetas falsos, que dicen que encontrarás la vida, serás feliz si… tienes salud, dinero y amor, como dice la canción.
Hay otra voz, otro profeta que dice “Conviértete”. “Que ya llega quien puede allanar las montañas de tu orgullo y rellenar los abismos de tu impiedad, que ya llega quien puede hacerlo, a quien no soy digno ni siquiera de desatar las correas de sus sandalias”. Solo hay una condición: que le dejes hacer, déjale crear.
La experiencia de todo hombre es que esta vida es esencialmente caduca. Lo vemos. Por mucho que nuestra civilización “progrese”, nuestra conciencia es de vulnerabilidad. Viene una pandemia, viene el desamor, vienen crisis, etc., y experimentamos la limitación.
Hay una nueva creación, la que inaugura Jesús de Nazaret, la Palabra encarnada, que tiene la capacidad de crear en nosotros una nueva criatura, una criatura “neumática”, “espiritual”, dado que por el Bautismo accedemos a la filiación de Dios y por ser hijos de Dios, como dice san Pablo, nos hace semejantes a Dios, eso es lo que nos capacita para caminar por encima de las aguas de la muerte, de pisar serpientes y escorpiones, de dar, entregar gratuitamente la vida, de amar a los enemigos.
Dios se ha hecho semejante a nosotros para que podamos hacernos nosotros semejantes a Él, para darnos su Espíritu, que clama “Abba, Padre”, que así llamamos a Dios (Padre nuestro).
Pero, ¿quién puede llamar a Dios Padre? Es el Hijo, quien nos lo ha dejado en testamento. Vosotros, nos enseña, rezad así: “Padre nuestro…” Este es su testamento: el Espíritu Santo que nos da la condición de hijos, y si hijos, también herederos de la misma gloria que tiene el Heredero, Jesucristo, el Señor. Es Él quien ha abierto el cielo para nosotros. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. AMÉN.