En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino.
Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa.
Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles:
“El reino de Dios ha llegado a vosotros”.
Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”.
Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad».
Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo:
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Él les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (San Lucas 10, 1, 12.17-20).
COMENTARIO
En el evangelio de hoy el Señor elige a setenta y dos de entre sus discípulos para llevar su Palabra por toda la Tierra. Amplía para ello el número de doce que correspondía al de los apóstoles. Dicen algunos exégetas que los apóstoles representan a los obispos y los setenta y dos a los presbíteros. De cualquier manera, todos permanecen en comunión alrededor de una misión única: llevar el Evangelio hasta los últimos confines del mundo.
Lo primero que les pide el Señor, antes de que comiencen la misión, es rezar: «La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» La oración ya se presenta como imprescindible para afrontar cualquier misión y también para el caminar de cada día. Vemos que actualmente también los trabajadores son pocos. En el mundo tenemos sacerdotes, pero en la siega del Señor son pocos los que se ocupan, pues aceptamos el cargo sacerdotal pero no los deberes del cargo.
Jesús advierte a sus enviados acerca de los peligros a que deberán de enfrentarse y al «estilo» con el que deben de realizar el anuncio. «Comed lo que os pusieran delante, permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo lo que tengan, para no disolver los vínculos de la amistad»
No se debe hacer el mal sino sufrirlo. Es imprescindible estar libre de cualquier atadura, no llevando bolsa ni alforja, ni deteniéndose en conversaciones mundanas porque lo que apremia es el mensaje evangélico, sin preocuparse por los asuntos de este mundo, porque el Señor en su sabiduría y misericordia siempre provee.
No podemos reaccionar ante el rechazo con la fiereza del lobo sino con la mansedumbre del cordero. El Evangelio es la verdad, sí, pero en el amor y la misericordia. Jesús les dice que les envía en medio de lobos, que pueden estar representados también en los sacerdotes de los judíos, pero el Señor está con ellos y nunca les abandona.
El Señor ha dado todo lo necesario y más para suscitar nuestra fe. Ha obrado milagros, también en nuestra historia personal, para llevarnos a creer. Lo que a nosotros nos corresponde es hacer su voluntad y ser fieles a la misión. Este es un mandato que no admite discusión, a pesar de las aparentes dificultades. Sin embargo, hemos ido adaptando todo esto a nuestra comodidad. Hemos convertido los mandatos en sugerencias, dejando el grueso de la labor a los sacerdotes ministeriales y reservando a los laicos un cumplimiento parcial y relativo. El Señor nos pide hoy que apliquemos con más radicalidad los mandatos de Dios en nuestra vida
El Señor advierte a sus discípulos que no deben centrar su alegría en el poder sobre los espíritus del mal. Parecía que se alegraban más porque habían hecho milagros que por haber sido elegidos para predicar. El gozo debe estar radicado en haber sido inscritos en el libro de la vida, por pura gracia de Dios. No olvidemos que todo aquel que predica con el sólo fin de la alabanza, la recompensa en este mundo y la satisfacción de la vanidad se priva del cielo.
«He aquí que yo os envío», dice el Señor. Esto es suficiente para transformar el temor en alegría y poder caminar entre lobos. Al final los lobos y corderos apacentarán juntos.
No debemos olvidar tampoco que las primeras palabras de los discípulos cuando llamaban a una casa estaban dirigidas a dar la paz a todas las personas que los recibían. No la paz del mundo, que se reduce a la ausencia de conflictos o al «buen rollito» de ahora. Es la paz que sólo Dios puede dar y que se concreta en un corazón disponible para el Señor. Sin esta paz los oídos permanecerán cerrados. Nos dice la Sagrada Escritura que en este caso la paz retornaba a los discípulos, los cuales se sacudían el polvo de sus sandalias, dejando a estas personas en manos del Señor y sin sentir ningún rechazo hacia ellos. El Señor los manda de dos en dos porque dos son los preceptos de la caridad: el amor de Dios y el del prójimo, y entre menos de dos no puede haber caridad.
Hermanos, estemos alegres y confiados, porque no estamos solos en la misión. El Señor camina a nuestro lado, nos va guiando con la fuerza de su Espíritu y nos otorga la Sabiduría para anunciar su Amor.
¡¡Ánimo!!