Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Escuchad y entended todos: Nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”. Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola. ¿También vosotros seguís sin entender? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la letrina”. (Con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió: “Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro” (San Marcos 7, 14-23).
COMENTARIO
Jesús sabe muy bien que una cosa es escuchar y otra entender. Y que aunque mucha gente, la gente, acude a su llamada, y lo escuchan, se quedan sin entender lo que han oído. Acudir y escuchar no es suficiente; hay que entenderlo. Y, reduciendo el auditorio, una vez ya en casa, los discípulos se sienten en la necesidad de pedir explicaciones, sospechan que el mensaje que han presenciado, como tantas otras personas, no han acabado de asimilarlo. Tiene, efectivamente, mucho trasfondo.
Aparentemente, el tema, son los alimentos, las pureza ritual, la ingesta de contaminación mediante la comida y las prevenciones higiénico-sanitarias (muy sabias) incluidas en las prohibiciones religiosas. No es un asunto trivial. Los judíos se han librado de la triquinosis, y de otras patologías, por el mero hecho de no comer cerdo. Pero el tema no es la profilaxis alimentaria, que en nuestros días llega a ser una obsesión, o una religión materialista. “Somos lo que comemos” llegó a decir el furibundo pensador ateo Feuerbach.
Jesús dice, y explica, justo lo contrario; lo que comes es irrelevante para tu corazón. La digestión circula por otra vía.
Claro que lo que a la gente le preocupa es la salud, el bienestar corporal y, con suerte, la longevidad. Pero desconoce y se desentiende del origen profundo de su infelicidad, de lo que causa sus malas acciones; en último análisis, para sentirse impune de toda responsabilidad y de cualquier reproche moral. O buscando en vano un elixir, un super alimento o no se qué extrañas sustancias que nos den la felicidad y nos libren del dolor, de la enfermedad y de la muerte.
Pero lo cierto es que el catálogo que explicita Jesús a sus discípulos emparejado con el Decálogo, es impactante:
-pensamientos perversos
-fornicaciones
-robos
-homicidios
-adulterios
-codicias
-malicias
-fraudes,
-desenfreno,
-envidia
-difamación
-orgullo
-frivolidad
Todas estas abominaciones, propios pecados, no quedan disculpados por seguir o no una dieta, o por abstenerse de determinados alimentos, que, de paso, a todos los declara puros Él, con su inapelable autoridad. El foco hay que ponerlo sobre el corazón. Y el proceso es inverso; no son los alimentos los que corrompen el interior del hombre, sino que es del corazón del hombre de donde parten todas las iniquidades, y esas si que le perjudican a él mismo, y a sus víctimas circundantes.
No creo que sea casualidad que el Señor ponga en primer lugar “los pensamientos perversos”. Por varias razones; antes que nada para evocar el “amarás Dios” por encima de todas las cosas, que es el único pensamiento justo; también para subrayar la distancia que hay entre la alimentación y la vida superior (psíquica y espiritual), invocada con los “pensamientos”; y porque en verdad todos los pecados “sociales” (los que afectan a los demás, la segunda “tabla”) han pasado por el pensamiento, han sido ideados cuando no maquinados, con una fase deliberativa, por muy impulsivo, pasional o aturdido que se quiera presentar a priori, o justificar a posteriori, un determinado comportamiento.
La aclaración es diáfana; los pensamientos perversos y sus materializaciones, esos sí que hacen impuro al hombre, nacen de él mismo, de adentro, de su corazón. Y por cuanto es autor, es responsable y no puede pretextar contaminaciones exógenas.
La explicación dada benevolente en casa es pedagógica: ”Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre”. ¿Seguís sin entenderlo? ¿No veis que son dos planos separados? Los alimentos no acceden al corazón. Sin embargo desde el corazón del hombre sí parte toda su conducta, desde los más recónditos pensamientos, pasando por los más graves crímenes, hasta la más estúpida frivolidad.
Despreocuparos de vuestros estómagos – viene a decir – y preocuparos, y mucho, de vuestros corazones, del reducto profundo de vuestro ser desde el que auto gestionáis vuestra existencia. No es que no exista la impureza, bien claro es que existe y se manifiesta en terribles actos que se revuelven en primer lugar contra vosotros mismos (hacéis bien en buscar la pureza), pero es de dentro, no de fuera, donde se origina la impureza. Dejad de echar la culpa a los demás, a las circunstancias, a lo que coméis… vigilad vuestro corazón, la pureza hace al espíritu. En realidad solamente está al alcance de Dios.
!Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme! (Sal 50 12).