Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No les queda vino”. Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo:” Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: “Sacad ahora, y llevadlo al mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde venía. (Los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: “Todo el mundo pone primero el vino bueno, y, cuando ya están bebidos, el peor; pero tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él (San Juan 2, 1-11).
Es interesante cómo Juan llama a María la madre de Jesús, sin indicar su nombre. Es como si, por respeto, no se atreviera a decirlo; o quizá por falta de familiaridad, ya que aún hacía poco tiempo que eran sus discípulos. Es evidente que los novios conocían bien a María ya Jesús, incluso a sus discípulos, ya que a la petición de María de la escasez del vino, le hacen caso sin rechistar. María siempre atenta a las necesidades de los demás, teme el ridículo de los novios por ese descuido, esa falta de previsión. Y acude a su Hijo. Ya aquí nos está indicando que vayamos a Él en cualquier necesidad, incluso por pequeña que sea.
Pero es inquietante la respuesta de Jesús. En primer lugar le llama: Mujer. No es una “indiferencia” hacia ella. María representa aquí a la Iglesia naciente; es la misma expresión que utiliza en la Cruz: “…Mujer, ahí tienes a tu hijo…”
Esta misma expresión de “Mujer”, la emplea el libro del Apocalipsis cuando dice: “Una mujer vestida del sol” (Ap, 12,1) E, igualmente, en el libro del Génesis (Gen 3,15-20) dice: “…Enemistad entre ti y la mujer, entre su linaje y el suyo…”
Por tanto, el término “mujer” refiere a la Humanidad entera, y no precisamente a su Madre en exclusiva, quitando así toda acepción de desprecio.
La expresión: ¿qué tengo yo que ver contigo? Es lo que la Biblia de Jerusalén llama “semitismo”: Expresa el “descarte de una intervención en el asunto de que se trate”; formas de expresión típica del tiempo aquel; son las mismas con que se expresa Jesús. Pero no son despectivas, son lo que ahora diríamos “modismos” del lenguaje.
En (Jueces11, 12), en las conversaciones de Jefté con los amonitas dice: “Jefté envió al rey de los amonitas mensajeros que le dijeran: “¿Qué tenemos que ver tú y yo para que vengas a atacarme en mi propio país?
En (Mt 8,29), en el Evangelio de Los endemoniados gadarenos, ante la visita de Jesús, responden: “… ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?
Por último, en el libro 1 de los Reyes, se relata un milagro realizado por Dios a través del profeta Elías, en la persona del hijo de la viuda en cuya casa se hospedaba. El hijo ha muerto, dejando a su madre en la más completa indigencia; ya sabemos que en aquellos tiempos las viudas quedaban totalmente desamparadas a la muerte del marido; y si, además, pierde al hijo, queda definitivamente perdida de sustento y al albur de la caridad pública. Dice así:”… ¿Qué tienes tú que ver conmigo? ¿Has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo? (1 Reyes 17, 17-24). Si continuásemos el relato, sabríamos que Elías, en Nombre de Dios, realiza el milagro devolviendo la vida al hijo.
Continuando con el primer milagro de Jesús, “cuando aún no había llegado su hora”, es decir, cuando no ha recibido del Padre el envío para la salvación del mundo; pensemos que a través de María, puede incluso “saltarse” por así decir, el permiso del “inicio” previsto por Dios desde toda la eternidad.
María como Corredentora en la obra salvífica de Jesús, ante un detalle que pueda parecer pequeño, – la falta de vino – ¡actúa!
Puede parecer pequeño, pero es que el vino es la fiesta, su falta, en aquellos momentos de la historia del pueblo de Israel, dejaba en ridículo a los novios… ¡Qué ternura y delicadeza de la Madre!
Pero hay algo detrás de todo ello. El Evangelio es mucho más profundo que un simple detalle de cortesía o de amor humano. Jesucristo es el “Vino Nuevo”. Si no “tenemos Vino”, como dijo María, no solo quedamos en ridículo, sino que perdemos la “fiesta” de nuestra salvación. No en vano nos dirá Jesús: “…sin Mí no podéis hacer nada…”. Sin este Vino Nuevo, Sangre de la Nueva Alianza, como decimos en la Eucaristía, nos perdemos el banquete celestial.
Jesús lo entendió así; sin Él no podemos hacer nada. Del agua salió el vino. Imagen preciosa que abre una tremenda catequesis: Del agua del Espíritu Santo nace el Vino nuevo: Jesucristo. De la misma forma que conviven el agua y el vino, al abrirse el Costado de Cristo en la Cruz por la lanza del soldado, conviven el agua y la Sangre de Jesús, de su costado abierto. Los santos Padre de la Iglesia nos dicen que del costado abierto de Jesús salió sangre (sacramentos de salvación) y agua (sacramento del Bautismo)
Y así María “rompe” por amor a la Humanidad, “adelanta” el deseo del Padre, adelanta la hora de Jesús, su “hora” para enseñarnos que por su intercesión, el Hijo escucha a la Madre, y Dios Padre bendice este deseo de Amor de la Madre a su Hijo y a sus hijos, nosotros, la Humanidad sufriente, pero confiada en ella.
Y así, de un acto puramente social, como es la fiesta de una boda, María nos deja un ejemplo inigualable de su bondad, de su amor a la Humanidad, de respeto al Hijo, al indicarle la necesidad, de inteligencia para saber pedir al Hijo Jesús, de aceptación de la Voluntad del Padre, al saber que “adelantaba la hora de Jesús”.