Un día, estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para realizar curaciones.
En esto, llegaron unos hombres que traían en una camilla a un hombre paralítico y trataban de introducirlo y colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo a causa del gentío, subieron a la azotea, lo descolgaron con la camilla a través de las tejas, y lo pusieron en medio, delante de Jesús. Él, viendo la fe de ellos, dijo:
«Hombre, tus pecados están perdonados».
Entonces se pusieron a pensar los escribas y los fariseos: «¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?».
Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: “A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”».
Y, al punto, levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde había estado tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios.
El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto maravillas» (San Mateo 15, 29-37).
COMENTARIO
Unos hombres llevan a un paralítico en una camilla, lo suben a la azotea, lo descuelgan con la camilla a través de las tejas y le ponen en medio delante de Jesús. Es realmente sorprendente la actitud del paralítico por dejarse subir al tejado en camilla y ser descendido en medio de todos, y su confianza en estos hombres que le llevan ante Jesús a pesar de todas las dificultades. Y también es realmente sorprendente la actitud de los hombres que no se desanimaron y por amor al paralítico y con fe en Jesús le suben hasta el tejado y le descienden en medio de la sala. Este hombre paralítico eres tú y soy yo, que hemos sido llevados por otros hombres, nuestros catequistas delante de Jesús.
Este paralítico no negaba su enfermedad, pues podría haberse negado a ser llevado en camilla y bajado por el techo. Vivía en la verdad, vivía en la humildad. La humildad es el mayor don para ser curado. La humildad es la verdad, y el enfermo del Evangelio sabía que estaba enfermo, no se engañaba. No se avergonzaba en público de estar enfermo. Sólo quería estar delante de Jesús.
Los hombres que le llevaron en camilla le amaban verdaderamente, pues podían haberse echado a tras al ver la dificultad real para ponerle delante de Jesús, y haberle dicho al paralítico que era imposible acceder a Jesús en ese momento, que esperara otra ocasión más fácil. Pero no, eran hombres que amaban al paralítico y que tenían verdadera confianza en que lo único importante era poner a este paralítico delante de Jesús.
Los escribas, fariseos y maestros de la Ley asisten a todo esto sin enterarse de nada, e incluso juzgando a Jesús, y escandalizándose cuando Jesús le dice al paralítico que sus pecados le son perdonados. Esta es la verdadera parálisis, la de nuestros pecados; esta es nuestra verdadera enfermedad que nos lleva a la muerte. Jesús podría haber quedado en silencio una vez perdonados los pecados del paralítico.
Pero Jesús conoce nuestro corazón. También nosotros muchas veces buscamos a Jesús no sólo para que nos perdone los pecados, que son nuestro verdadero mal, sino también para que nos quite esa enfermedad o esa parálisis que nos hace sufrir. Jesús nos ama tanto que nos cura de todos nuestros males que nos impiden caminar hacía el Reino de los Cielos, hacia la Casa del Padre, que nos espera con los brazos abiertos.
Nosotros sólo podemos ponernos delante de Jesús, llevar a los hombres delante de Jesús, esperar humildemente su voluntad, asombrarnos de su poder, y caminar con nuestra camilla a cuestas delante de todos dando Gloria a Dios, y proclamando que hemos visto maravillas.