Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos. (Mt 5. 13-16).
COMENTARIO
Es tan primaria y evidente para los mediterráneos la comparación de las obras, palabras y acciones de un hombre, con la sal y la luz, que no necesitaba Jesús, ni su evangelista Mateo mucha explicación añadida. Aún se sigue diciendo en términos populares, “esa persona tiene salero”, o es “brillante” cuando sabe entusiasmar.
Los dos términos de tierra y mundo, obviamente hoy se refieren a la humanidad y no solo al planeta tierra, al mundo como sistema del universo presente -(Mt.13:35)-, o su organización de vida en él por el hombre, que también sería el mundo como lo opuesto a Dios. Pero hoy se refiere Jesús, por voz de Mateo, a una parte de nuestro universo, una forma de vida existente que es la humanidad, y concreta más aún: “vosotros”, es decir, los miembros de esa humanidad que me escucháis y creéis en mí, a los que he llamado Bienaventurados porque sois pobres y mansos, porque ahora lloráis y vuestras lágrimas salan el mundo, porque tenéis hambre y sed de Justicia que es misericordia. Vosotros en los que brilla mi luz porque sois limpios de corazón, porque tenéis paz de Dios y soportáis el odio del mundo, como hice yo. En el Sermón de la montaña, que es donde
se incardina el Evangelio de hoy, está claro lo que es para Jesús ser sal y luz del mundo (Mt 5-7).
El efecto y acción de la sal y de la luz en el mundo que se transmite por nosotros, comienza y se realiza en el corazón. Los cristianos somos, como el mismo Cristo, el corazón que con su actividad de energía limpia, da sabor e ilumina al mundo. No dice el Evangelio que seremos, sino que ya lo somos por el hecho de creer y estar marcados de Pascua en el bautismo. Y lo que somos no se puede ocultar bajo ninguna medida,—ni el celemín o el dinero—, ni podremos dar a nada sabor y la luz de Ungidos, si perdemos el sabor y la luz del Cristo Único.
Nosotros somos el mundo objeto del amor del Padre, como le dijo Jesús a Nicodemo, “Tanto amó Dios al mundo…”(Jn 3,16). Somos donde vive su Hijo, donde muere y resucita aún para dar testimonio de ese amor. Somos la gloria de Dios en este mundo triste, que lucirá de alegría en nuestras obras buenas.
¿Cómo ha llegado la creación, habiendo salido del amor de Dios, y siendo aún objeto directo de ese amor a ser el kosmos malo, de repulsa a Dios y odio a los hombres hermanos? La libertad que tenemos para cometer el mal y perder el sabor
de sal del amor siempre será un misterio, pero esa libertad es también la fuente de la luz, del verdadero amor, así como de la negra oscuridad del odio.
Hoy nos incita el Evangelio a repasar nuestras obras desde dos sentidos muy usados por habitantes del Mediterráneo y pueblos costeños, la vista y el gusto. ¿A qué saben nuestras obras, nuestras palabras, nuestras acciones? ¿Saben a Evangelio? ¿Hacen brillar de amor los ojos de alguien, hermano de de fe o no, cuando las mira? Esa es la luz y la salina donde se recoge la sal de la Palabra de Dios.
El contraste del Evangelio, terrible, también hoy tiene su argumento. Si no tenemos el sabor de su sal, de su sal-ud, de su sal-vación o saluación, no servimos para el Reino. Nos pisará la gente que espera la luz. ¡Tremendo compromiso es ser cristiano hoy!