En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.» (San Juan 3,14-21).
COMENTARIO
Fe en el Hijo del Hombre y vida eterna. Dos expresiones que aparecen en el Evangelio de Juan paralelas pero que en su Verdad son inicio y fin de un solo camino. El hombre que no se apoya vitalmente en Jesús el Señor, perece, pero con fe en Él se salva, porque esa es la vida eterna, creer y conocerlo, ver donde vive y quedarse con Él, en su día sin noche. El mundo, -el kosmos-, es el escenario donde se interpreta el drama. Es además un término polivalente de Juan tanto para identificar el escenario del mal, del diablo, del odio, como para definir la obra del Padre, porque: «tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo Único».
Hoy el contraste se enuncia como aquel veneno de serpientes en el desierto, que provocaba la muerte por sus picaduras a muchos israelitas recién salvados de los egipcios, y el remedio milagroso y profético daba la salud con solo mirar la figura de bronce colgada en un palo. La liberación del mundo y sus «concupiscencias de la carne, soberbia de los ojos y jactancias de la riqueza» (1Jn 2,16), se obtiene por mirar con fe la Cruz de Cristo. Los que tenemos la suerte de creer y conocerlo mirando la Cruz, deberíamos explicar mejor en qué consiste la respuesta de fe al sacrificio de Jesús, e ilusionar más a nuestros hermanos que aún no se plantean siquiera la “vida eterna”, lo único que importa. El término griego de Juan para expresar lo que ahora llamamos eterno, es “aionios”, que en castellano podría decirse “sin iones”, sin las limitaciones que produce en todos los seres de este mundo nuestro, el desarrollo en tiempo y espacio.
La imagen del mismo animal que traía veneno de muerte, —la serpiente, y el hombre Adán y Eva primeros—, sirven de signo de vida en el hombre. La dicotomía sigue siendo la misma: morir o vivir, perecer o salvarse. Cristo unificó la antítesis con la fe en su persona. Ahora no es creer o morir, sino creer para vivir superando la muerte, que como la oscuridad o el silencio, siempre están ahí y surgen en cuanto se apaga la luz de la palabra. En el veneno de la serpiente, -que veneno, serpiente y desierto también los hizo Dios-, la muerte, se volvió instrumento inevitable de castigo, y para eludirla se le dio al pueblo una imagen que solo con mirarla devolvía la salud. Era la misma muerte colgada o levantada en un madero. Aquel remedio de salud fue la imagen profética de lo que sería la puerta de la vida eterna. Y no porque la cruz —el Hijo del hombre levantado en un madero, como aquel remedio del pueblo en el desierto—, sea en sí otra cosa que suplicio y muerte, sino porque allí estaba Dios, que transforma todo lo que toca en vida. Incluyendo el mayor castigo del hombre, que es la muerte.
Dios no condenó al hombre ADÁN a muerte eterna. Le dio a elegir entre la confianza en su amor, o la confianza en los dones que le dejó, de semejanza suya que era. La serpiente del paraíso, la que engañó a Eva, no llevaba el veneno en los dientes, como las víboras del desierto, sino en la lengua, en la palabra de mentira que produce deseos en el hombre de dominar a su antojo la vida que Dios le regala para que la administre. Y aún seguimos buscando la Sabiduría, la vida eterna, y ser como Dios por nuestros propios medios. Conviene recordar de vez en cuando nuestra propia fe. Dios creó al hombre en santidad y justicia, desconocedor del mal y de la muerte. [Y si al principio, con Eva hubo serpiente, al nacer el pueblo en el desierto, también la hubo, y de efectos mortíferos inmediatos. El remedio de la cruz será definitivo para el nuevo Adán y el Nuevo Pueblo, la Iglesia. La sabiduría que buscaba el primer hombre en el fruto de un árbol, para ser igual a Dios y dominar a su antojo sobre todo lo creado, en la cruz se hizo verdad y vida eterna sobre todo lo recreado. Y el poder de la sabiduría ya no será antojo egoísta, sino amor que comparte.
El instrumento sigue siendo la Palabra de Dios, ya palabra de hombre, Evangelio. Un “sí creo y sí quiero,” son la llave simple de la cerradura que abre la puerta del camino al paraíso. Tiene sus goznes sobre la vida de la verdad, o la verdad de la vida. Con la palabra escrita, las Escrituras que atesoró Israel en su larga historia y trato con el Espíritu Santo que le habló por sus profetas, y con la que el mismo Jesús combatió al diablo en el desierto, antes de empezar su vida pública.