«En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?”. Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”». (Mt 18, 1-5,10)
El Evangelio de este día de la fiesta de los Ángeles Custodios narra el encuentro de Jesús con unos discípulos que le preguntan acerca del Reino de los cielos. La pregunta parece tener horizontes muy limitados, y reflejar un cierto egoísmo de parte de aquellos discípulos. No preguntan sobre el “Reino de los Cielos”, sino sobre quién es el más importante en el “Reino”. El Señor escucha con calma —Cristo agradece siempre cualquier pregunta que queramos hacerle—y enseguida abre los horizontes: deja a un lado el interés humano de saber quién es el mayor y concentra la atención de los discípulos en la realidad del “reino de los cielos”.
Jesucristo guarda un momento de silencio, llama a un niño e invita a sus oyentes a contemplar la criatura. La verdadera cuestión no está en quién es más o menos importante, sino en “entrar en el reino de los cielos”. Y les indica directísimamente el camino: “hacerse como niños”.
Jamás hubieran pensado en recibir una respuesta semejante. Quizá, como el joven rico, esperaban oír una serie de grandes actuaciones, merecedoras de grandes premios, que deberían llevar a la práctica para conseguir el “Reino”, para conquistar el Cielo. No. El “Reino de los Cielos” no se conquista; es el regalo de Dios a quienes se hagan como “ese niño”.
Nicodemo oyó del Señor la indicación de “nacer de nuevo”. Y no entendió. Los discípulos escuchan el “ser como niños”, y tampoco entienden. Pero el Señor les abre los horizontes del espíritu para llegar a comprender, o al menos, a vislumbrar el camino: ¿Cómo “ese niño”? Si. Es la misma indicación que a Nicodemo: dejar las obras de la carne, y seguir las obras del espíritu: nacer de nuevo. “Dejar la impureza, la hechicería, las divisiones, las envidias, homicidios, embriagueces, etc; y vivir los frutos del espíritu: caridad, gozo, paz, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (cfr. Gal 5, 19-23).
¿Cómo será posible ese nacer de nuevo? Para esa misión de ayudar a los hombres —Ángeles Custodios tenemos todos, hombres y mujeres, mayores y pequeños— a “hacerse como niños”, los Ángeles vienen en ayuda de la fragilidad, de la miseria, de la limitación humana.
“Queridos amigos, el Señor es siempre cercano y operante en la historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus Ángeles, que hoy la Iglesia venera como ‘Custodios’, es decir, ministros de la divina premura por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección” (Benedicto XVI, 2-X-2011).
Y más explícitamente, el Catecismo afirma así la presencia de los “Custodios”: “Desde su comienzo hasta la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. ‘Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida’. Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos a Dios” (n. 336)
A lo largo del Evangelio la presencia de los Ángeles se manifiesta de forma clara y variada: una legión de Ángeles despertó a los pastores para que fueran a adorar al Niño; Ángeles anunciaron a los Magos que no volvieran por Jerusalén; un Ángel calmó las preocupaciones de José; el Ángel Custodio liberó a Pedro de la cárcel. Y fueron también Ángeles quienes anunciaron a las santas mujeres la Resurrección de Cristo; y quienes anunciaron a los apóstoles la segunda venida del Señor.
En todas las situaciones la misión de los Ángeles tiene algo de común: elevar la mirada al Cielo; ayudar a los hombres a entender los misterios de los designios de Dios, los misterios del amor de Dios a cada hombre. Los Ángeles transmiten lo que ven: “Porque sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial” (Mt 18, 10).
La oración que las madres enseñan a sus hijos pequeños encierra, de forma muy sencilla, toda la misión del Ángel de la Guarda que el Señor nos ha concedido a cada ser humano: “Ángel de la Guarda, dulce compañía; no me desampares ni de noche ni de día; no me dejes solo que me perdería”.
Y los Ángeles se alegran cuando nos volvemos “niños”: “Así os digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Lc 15, 10). Reconocer el pecado y pedir perdón es una señal clara de “ser niño”.
En el pórtico de la Catedral de Reims las miradas se centran en el rostro del “Ángel que sonríe” mirando a la Virgen: Reina de los Ángeles.
Ernesto Juliá Díaz