En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mateo 18,15-20)
Cuánto me ayuda el Papa cuando me llama a ser cristiano desde el corazón y no desde la ley. Esto es esencial para ser un verdadero «Cristo» hoy. Así se lo manifiesta Jesús a Nicodemo –gran conocedor de la ley– cuando le dice que tiene que nacer de nuevo y esta vez de «agua» y de «espíritu». Solo podré estar dentro de esta palabra, ponerla en práctica, si mi cristianismo nace de agua y de espíritu que son la esencia de ese Jesucristo atravesado en la cruz desde donde me enseña una forma nueva de amar.
Toda la Palabra de este domingo me habla de este nuevo amor que reconstruye, que tiene entrañas de misericordia y por tanto que se involucra, que no se esconde. Me gusta vivir tranquilo, sin tener problemas y por eso, tantas veces, paso del otro. Esta palabra no me llama a juzgar al que peca sino a morir por él diciéndole la verdad, y la única verdad es Cristo. Amar, hoy, es despreciar mi prestigio, poner en riesgo la imagen que los demás tienen de mí. Y así el Señor me exhorta, desde la misericordia, a no mirar a otro lado ante la perspectiva del pecado (sufrimiento) de los que me rodean, sobre todo de aquellos que caminan junto a mí en la fe. El pecado equivale a convivir con el mal y conlleva la destrucción de la persona y de la comunidad. En definitiva, es una palabra que me invita a poner en valor la fe y defenderla con las armas que Cristo me ha entregado en su Iglesia.
Aunque lo de atar y desatar lo adjudicamos a los presbíteros por el poder recibido en el sacramento de la penitencia, pienso que todo hombre ata y desata con las relaciones afectivas que le unen a los demás, y tantas veces atamos tan fuerte que ahogamos, incluso a nuestros seres más queridos. Yo, personalmente me siento llamado a atar a los espíritus inmundos, esos que -dice San Pablo- viven en el mundo tenebroso, en la oscuridad, que están al lado nuestro y que de forma sutil penetran nuestras mentes y sin darnos cuenta se apoderan de nosotros y nos llevan a pensar como el mundo, sin contemplar el riesgo que eso implica; también me siento llamado a desatar a los que, cercanos a mí, se sienten atenazados por el miedo a la muerte que les produce no dar la talla, ser débiles, no sentirse queridos como son, no entender su historia, o cualquier otro tipo de sufrimiento.
Para corregir, atar o desatar desde la misericordia necesito al Señor, su luz, su amor y su misericordia y por tanto la oración, y ésta en comunidad. Este es uno de los pilares del cristianismo: «ser uno entre nosotros y con Cristo».
Quisiera terminar con unas líneas sacadas de la homilía que S.S. Francisco nos regaló el 29 de junio pasado: Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo.