Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor”. Él se puso a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es este el hijo de José?”. Pero Jesús les dijo: “En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su tierra. Puedo aseguraron que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino. (Lc. 4,16-22.24-27.29-30)
Es curioso el cambio de actitud que se produjo en los oyentes de Jesús cuando los hablaba en la sinagoga. De la aprobación de sus palabras e, incluso, de admirarse por ellas, en pocos momentos se pusieron furiosos e indignados.
También, en estos tiempos, es frecuente constatar cambios semejantes; desde luego, siempre que se proclama lo que coincide con lo que el oyente “desea oír”, la actitud es positiva, se está de acuerdo. Pero si se produce un cambio en el discurso, son pocas las personas capaces de analizar objetivamente los argumentos esgrimidos para adherirse a lo que dice el orador o para descubrir dónde se equivoca. Lo corriente es una reacción visceral, cerril, descalificadora del discurso, e, incluso, condenatoria del orador.
Esta manera de actuar tan irracional se produce por la incapacidad de muchas personas para reconocer, humildemente, sus errores o, bien, porque en el fondo, aceptar las ideas que se proponen implica un cambio sustancial en las formas de vida.
Esta última es la razón por la que diversas personas no aceptan la verdad del Evangelio; prefieren seguir en sus errores a convertirse, quieren auto-convencerse de que es mejor seguir con los criterios del mundo que con los de Jesucristo, pues esto supondría ir contracorriente de la moda, de lo que hacen las personas del entorno social y, en definitiva, desdecirse de lo que se ha estado presumiendo o de las baladronadas que marcaron la tónica general de comportamiento.
Efectivamente, un cambio radical de este tipo lleva consigo muchos inconvenientes. Es muy duro soportar las burlas o el desprecio de personas que antes nos admiraban, que compartían nuestros puntos de vista. Pero, a pesar de todo, la ruptura con el pasado, la actitud de conversión, el paso de la soberbia habitual a la humildad que supone reconocer que se ha vivido equivocadamente, es necesario para entrar en los planes de Dios que no son otros que el conducirnos hacia la Vida Eterna.