En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: « ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.» (Mateo 13,16-17)
El contexto de este breve párrafo del Evangelio son las denominadas “Parábolas de del Reino”. Jesús narra siete parábolas acerca del Reino de los Cielos (la de la cizaña y el grano de mostaza, la del tesoro escondido, la de la perla preciosa, la de la red…). Se recogen también en los otros dos Evangelios Sinópticos -en Marcos 4, 1-34 y en Lucas 8, 4-18-. Tras la primera parábola, que es la del sembrador, los discípulos, que siempre manifiestan su confianza con el Maestro, le preguntan por su significado y entonces, Jesús, les va explicando el misterio del Reino de los Cielos.
Las parábolas son un medio habitual de la predicación de Jesucristo; cosa bastante habitual en esa época histórica, en la que los rabinos también las empleaban para explicar frases de la Sagrada Escritura. Pero la riqueza de la enseñanza del Señor es mucho más profunda y radical. Se ha dicho que las parábolas, tal como la emplea Jesucristo, son como un espejo para el hombre, que a veces aclaran al discípulo por la comparación que se puede establecer entre esa enseñanza y su vida; otras veces sirven para aumentar la buena curiosidad y, principalmente, para fijar la atención en lo importante, en lo esencial, pues a partir de imágenes cotidianas, comprensibles para todos, se puede ahondar en el mensaje evangélico.
Y esta es la enseñanza que hoy podemos aprender y vivir: traspasar la imagen expresada en las parábolas de todo este capítulo y aprender a mirar con los ojos del Señor, con visión sobrenatural; en el fondo, a mirar con acierto. No es tan claro lo que gritaba Hamlet (“La vida es un cuento contado por un idiota!”), sino que lo certero, podríamos expresarlo señalando que la vida tiene claves, y esas claves las tiene Dios. Qué bueno fiarnos de Él, que paz decirle Señor, Tú sabrás porque me pasa esto.
Aprendí de San Josemaría una jaculatoria que explicita muy bien este planteamiento, esta visión cristiana. Él decía así: “Que vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma”.
A veces, la prisa, otras, las desilusiones, o simplemente la rutina de tantas horas de nuestra vida nos pueden achatar el mensaje cristiano. Vamos a luchar hoy, tras la meditación de este Evangelio, para que no nos pase eso. Vamos a luchar para volver una y otra vez a lo que vale la pena, tal como Jesús nos anima aquí: «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.»