El año litúrgico puede describirse como el conjunto de celebraciones con que la Iglesia vive anualmente el misterio de Cristo. Así lo expresa el Concilio Vaticano II en su constitución de liturgia: “la Santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo”[1], de modo que a lo largo de un año recorremos los momentos cumbres de la historia de la salvación introduciéndonos en ellos.
El año litúrgico es por tanto el año del Señor, del Kyrios glorioso, del Cristo resucitado que está presente en medio de su Iglesia, con la larga historia que lo precede y lo acompaña. Revivimos la historia de la alianza, de la elección del pueblo santo que culmina en los tiempos mesiánicos. A lo largo de un año se va desplegando todo el misterio de Jesucristo, desde su encarnación hasta su segunda venida al final de los tiempos, pasando por la celebración más importante de todo el año como es la de su Misterio Pascual.
Este año cristiano sitúa en la vida cotidiana de los cristianos todo el misterio de Cristo en su amplitud y profundidad. Así lo veía ya el mismo San Pablo: “es grande sin duda el misterio de nuestra religión: Cristo se ha manifestado en la carne, el Espíritu le ha justificado, manifestado a los ángeles, predicado entre los gentiles, creído en el mundo, ensalzado en la gloria” ( 1 Tim. 3,17).
El año litúrgico tiene su centro en la Pascua anual, todo brota de ella y todo tiende a ella. Los documentos que han acompañado la reforma litúrgica insisten de modo muy especial en esta centralidad pascual: “De aquí se desprende la necesidad de poner a plena luz el misterio pascual de Cristo en la reforma del año litúrgico, según las normas dadas por el Concilio, tanto en lo que respecta a la ordenación del Propio del tiempo y de los santos, como a la revisión del Calendario romano”[2].
El continuo celebrativo pascual debe ser punto de partida de toda reforma del año litúrgico. La constitución conciliar de liturgia y los documentos posteriores son claros y rotundos, no existe más que un ciclo que es el pascual, junto al cual haya que poner otros ciclos colaterales. La Pascua de Cristo se sitúa en el centro de la acción litúrgica, de ahí que toda espiritualidad cristiana deba ser una espiritualidad pascual, es decir una espiritualidad polarizada por el hecho divino de salvación, por el misterio pascual vivido por Cristo y celebrado memorial mente por la Iglesia. La oración segunda que sigue a la séptima lectura de la Vigilia Pascual del actual Misal Romano lo expresa con estas palabras: «OH Dios, que para celebrar el misterio pascual nos instruyes con las enseñanzas de los dos testamentos, concédenos penetrar en los designios de tu amor, para que, en los dones que hemos recibido, percibamos la esperanza de los bienes futuros».
El Misterio Pascual como origen, contenido y presencia permanente de la celebración litúrgica.
La celebración litúrgica, en la celebración de los sacramentos, en la oración de las horas, en los sacramentales, reactualiza constantemente el misterio pascual de Jesucristo.
Partiendo de que el centro culminante de todo el año litúrgico es el santo Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, preparada en la cuaresma y continuada en el tiempo pascual, todo el ciclo del año se debe organizar a partir de él. El Calendario romano general parte, a su vez, de esta premisa fundamental que es la necesidad de poner a plena luz el misterio pascual de Cristo en la reforma del año litúrgico, según las normas dadas por el Concilio, tanto en lo que respecta a la ordenación del Propio del tiempo y de los santos, como a la revisión del Calendario romano.
Los tres días del Triduo pascual condensan mimética mente todo el misterio pascual de Cristo. Los mismos títulos que le dan los libros litúrgicos son ya sintomáticos. Desde el gran prólogo que es el Jueves Santo con la “Misa vespertina de la Cena del Señor”, pasando por el Viernes Santo de la Pasión del Señor, hasta el Sábado Santo de la sepultura del Señor que nos introduce de lleno en el domingo de Pascua de la Resurrección del Señor que encuentra en la Vigilia Pascual su centro y culminación.
Los cristianos estos tres días santos imitan sacramental y mimética mente a Cristo. No otra cosa pretenden los ritos especiales que acompañan las celebraciones de estos días: el lavatorio de los pies del jueves santo quiere ser la sacramentalización del Evangelio proclamado, la vigilia de oración hasta la medianoche del mismo día pretende introducirnos contemplativamente en los sentimientos de Cristo cuando iba a pasar de este mundo al Padre. La adoración de la cruz el Viernes Santo nos lleva directamente al Gólgota, donde muere Cristo junto a Juan y su Madre. Nos quejamos piadosamente con los antiguos improperios, mientras no nos abandona la esperanza al decir “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”. El beso de los cristianos al Crucifijo quiere ser el beso de la despedida al Cristo muerto.
El silencio del sábado santo es reposo sabático, es el día después, como el vacío que queda en una familia el día siguiente de enterrar a un ser querido. Pero en la noche más grande del año, la “noche dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino” (Pregón pascual), rompemos el duelo para celebrar el paso de la muerte a la vida. “La Iglesia invita a todos los hijos, diseminados por el mundo, a que se reúnan para velar en oración” (monición introductoria), oyendo la Palabra y celebrando los misterios de la iniciación cristiana, para tener parte en el triunfo de Cristo sobre la muerte y vivir definitivamente en Cristo.
No hay duda que la máxima tensión del año litúrgico se alcanza estos tres días santos y por tanto la espiritualidad litúrgica encontrará en ellos el máximo de su intensidad y de su vivencia interior y contemplativa.
Pascua: una espiritualidad pentecostal
Los cincuenta días de pascua son una fiesta del Espíritu Santo. Se destacan el primer y el último día, es decir el domingo de pascua y el de Pentecostés. Se ha querido restituir a este tiempo la unidad origina, dado que “los cincuenta días que van del domingo de Resurrección al domingo de Pentecostés se celebran con alegría, como un solo día festivo, más aún como un gran domingo”[3]. Una unidad a recomponer, sin demasiadas fiestas intermedias hasta que el domingo de Pentecostés concluya este sagrado tiempo con la conmemoración de la donación del Espíritu Santo derramado sobre los Apóstoles, el comienzo de la Iglesia y el inicio de su misión a todos los pueblos, razas y naciones[4].
El tiempo pascual es como un gran domingo que dura cincuenta días, todos ellos festivos y gloriosos. Se subraya especialmente el primer y el último día, es decir el santo día de Pascua y el día cincuenta que concluye todo el tiempo con la solemnidad de Pentecostés.
La Misa vespertina de la vigilia del día cincuenta recuerda como Dios ha querido “que celebráramos el misterio pascual durante cincuenta días” por lo que se pide renovar el prodigio de Pentecostés, para que los pueblos divididos por el odio y el pecado se congreguen por medio del mismo Espíritu.
La solemnidad de la Ascensión del Señor no interrumpe esta unidad. Se trata de cincuenta días que anticipan la felicidad de los tiempos victoriosos.
El tiempo pascual prepara lo que será el reino eterno de los resucitados, como dice un prefacio pascual: “Por él, los hijos de la luz amanecen a la vida eterna, los creyentes atraviesan los umbrales del reino de los cielos; porque en la muerte de Cristo nuestra vida ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos”[5].
¿Una fiesta del Espíritu Santo?
El Espíritu Santo no tiene una fiesta concreta, como no la tiene el Padre eterno. La liturgia celebra eventos salvíficos, hechos concretos y no ideas. Con la Encarnación de Cristo, con su aparición en carne humana en medio de los hombres, tiene inicio la liturgia cristiana, en sentido estricto y concreto. Hasta entonces había prefiguraciones, preparaciones y anticipaciones. Una vez que Cristo ha nacido, ha nacido también la liturgia cristiana. Dice San Agustín: «Cree en el Cristo nacido de la carne y llegarás al Cristo nacido de Dios, Dios junto a Dios»[6]. La Sagrada Liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su vida, desde su nacimiento a su muerte en Cruz, su ascensión y su resurrección con el envío del Espíritu Paráclito. No existe más fiesta que la fiesta que celebra a Cristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. La liturgia como fiesta o la fiesta de la liturgia celebra a Cristo que se encarnó, que murió y que resucitado vive eternamente junto al Padre eterno.
El nuevo culto en el Espíritu de Cristo Resucitado
Es el Espíritu Santo el que desde la Palabra de Dios, viva y eficaz, se convierte en el vivificante de cada participante en la liturgia.
Es el Espíritu el que une a cada fiel en comunión con toda la Iglesia.
Es el Espíritu, el principio vivificante de la acción litúrgica, el que permite que la liturgia celebrada sobre la tierra pertenezca ya al orden de las realidades celestes.
Es el Espíritu el que alimenta y vitaliza la unión que se crea entre los fieles que celebran, porque El hace estable la comunión con y en Cristo.
Es el Espíritu el que produce la intimidad con Dios, la cual se dinamiza por medio del Espíritu Santo[7].
Es el Espíritu el que santifica. “Hacia él se vuelve todo lo que tiene necesidad de santificación”[8].Vivimos-en la actual economía de la Iglesia- bajo la ley del Resucitado. El punto de partida de la fe y de la reflexión cristiana es la resurrección del Crucificado[9]. Lo mismo podemos decir de las fuentes litúrgicas, de la celebración y de la espiritualidad que de ella deriva.
Toda la liturgia gira en torno a la Pascua, el tránsito de Jesucristo al Padre. La Pascua es el continuo repetitivo de la liturgia. En los sacramentos, en los sacramentales, en todas las acciones litúrgicas celebrativas, la Pascua es continuamente actualizada.
La liturgia, en su conjunto, es el lugar privilegiado de nuestro encuentro con Dios. Por medio de los sacramentos, nuestra vida se injerta en la vida misma de Dios. Y todo ello gracias a la obra salvífica del Misterio Pascual de Cristo.
Con Cristo se ha inaugurado un nuevo culto. El Espíritu Santo hacer penetrar en el mundo y en la acción litúrgica el memorial en que consiste la acción litúrgica. Con la celebración de la Pascua de Cristo, de su Ascensión y del envío del Espíritu a la iglesia, Jesucristo ha inaugurado un nuevo culto y una nueva liturgia.
Toda la acción litúrgica toma fuerza celebrativa de la única Pascua de Cristo. El Evangelio está lleno de textos en este sentido: “No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros. El mundo dejará de verme dentro de poco; vosotros, en cambio, seguiréis viéndome, porque yo vivo y vosotros también viviréis” (Jn. 14, 18-19). Por tanto el Espíritu del Señor Resucitado está presente en la Iglesia y alienta la liturgia, que es acción sagrada por excelencia (SC nº 7). En efecto, Cristo vive eternamente. Esta es la fuerza de la Iglesia. El contraste entre el pasado y el presente, entre la muerte y la vida de la Resurrección poseída para siempre, constituye el núcleo del credo cristiano y de toda nuestra fe. La muerte, por tanto, ya no puede amenazar a los cristianos, porque Cristo la ha vencido. Cristo nos ha dado el ejemplo de morir en una cruz, y nosotros recorremos nuestro camino hacia la cruz con la fuerza y la esperanza de quien ha vencido ya al resucitar.
La victoria pascual de Cristo marca la vida y la espiritualidad del cristiano y en él contemplamos nuestra propia victoria. Esta es la vida que, pasando por la cruz, brota de la resurrección del Salvador y que los cristianos recibimos en nuestro bautismo y que a su vez celebra la Sagrada Liturgia. La exaltación a la vida eterna de Jesucristo como triunfador sobre los poderes infernales, marca el giro que ha tomado toda la liturgia a raíz de la resurrección del Señor. La liturgia de la Ascensión está transida de estas ideas; así lo expresa la oración colecta: “Y él, que es la cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a la que somos llamados como miembros de su cuerpo”. Y la oración después de la comunión: “ya que mientras vivimos aún en la tierra, Cristo nos da ya parte en los bienes del cielo”.
Todo esto ocurre porque al encarnarse, Jesucristo ha adoptado una dinámica típicamente humana, utilizando el mismo lenguaje y la misma simbología de los hombres de su tiempo. Así se ha hecho comprender por el hombre de su tiempo y su mensaje ha podido ser asimilado sin dificultad. La liturgia es por tanto acción teándrica, es decir, acción divino-humana, en la que convergen el hombre y Dios.
La liturgia debe estar imbuida de esta fuerza neumatológica que le proporciona una mayor reverencia y doxología trinitaria. Por todo ello, debe ser una liturgia en el Espíritu; es decir, una liturgia que, con la fuerza que lleve en si misma, nos lance hacia el Misterio y nos explique la acción de Dios. El Espíritu además de principio animador de la liturgia, es principio de interiorización y profundización.
No hay experiencia de Dios en la que no esté la acción del Espíritu Santo pues es El quien asegura el contacto íntimo con Dios y por el que el hombre se comunica con la Divinidad.
La Pascua, tiempo del Espíritu
El tiempo pascual fue llamado en los primeros siglos Pentecostés, es decir, el tiempo del Espíritu Santo. Hoy Pentecostés es la fiesta que concluye este tiempo de Pascua que es también tiempo del Espíritu Santo. Desde Pentecostés, el Espíritu ocupa el lugar de Cristo en la celebración litúrgica. Vivir en Pentecostés y volver a ese cenáculo orante es siempre una necesidad de la Iglesia.
El día de Pentecostés en la oración después de la comunión decimos: « ¡OH Dios, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo: que el Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza ¡». Los cincuenta días de Pascua son celebración del Espíritu de Cristo Resucitado. El domingo de Pentecostés concluye este sagrado período de cincuenta días con la conmemoración de la donación del Espíritu Santo derramado sobre los Apóstoles, el comienzo de la Iglesia y el inicio de su misión a todos los pueblos, razas y naciones. Pentecostés es la culminación de la Pascua, su cumplimiento. Pascua nos da por la incorporación a Cristo una vida nueva. Pentecostés es el día del nacimiento de la Iglesia. De ahí que las oraciones de esta solemnidad pidan que los dones del Espíritu santifiquen a la Iglesia de modo que «el Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza» (oración después de la comunión).
El Espíritu Santo es enviado para dar plenitud a este misterio de la Pascua de Cristo. Así lo indica el prefacio de la fiesta: “Pues, para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo”. Cristo Resucitado nos envía su Espíritu. Una oración sobre las ofrendas, del actual Misal, pide el Espíritu para comprender bien la celebración: “Te pedimos, Señor, que según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada”.
Y concluimos con un texto de Kart Rahner: “Es evidente que Cristo, por medio del don del Espíritu, habita y está presente a la Iglesia y a los justos, por ser fuente y causa meritoria de la presencia del Espíritu. Pero, precisamente por eso, es el Espíritu el ámbito de esa presencia que, mediante el culto, se establece entre Cristo, la Iglesia y sus fieles. Pues es indudable que en el culto de la Iglesia se establece-más allá de la presencia habitual del Espíritu y, por éste, de Cristo-cierta presencia actual de Cristo, que no siempre tiene el mismo grado y la misma forma de realidad. Y el Espíritu, habitualmente presente en la Iglesia y en sus miembros, es precondición ontológica de la actual presencia cultual de Cristo, ya que sólo en el Espíritu se puede enseñar legítimamente la verdad de Cristo, creer, esperar, amar y celebrar el sacramento, es decir, los actos que integran el culto de la Iglesia, por el que Cristo y los fieles se hacen presentes mutuamente de un modo realísimo[10]”.
[1] Sacrosanctum Concilium nº 102.
[2] Motu proprio Mysterii paschalis de Pablo VI para la aprobación del Calendario Romano general, introducción.
[3] Carta sobre las fiestas pascuales, 100.
[4] Ibidem, 107.
[5] Misal Romano de Pablo VI, Prefacio Pascual II, “La nueva vida en Cristo”
[6] Enarrationes in Ps 123, 2
[7] SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 19, 49.
[8] Ibidem, 9, 22.
[9] B. FORTE, Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia. Ensayo de una cristología como historia, E. Paulinas, Madrid 1983, especialmente todo el capítulo cuarto de la parte segunda del libro, titulado: “La plenitud del tiempo. Cristología del Nuevo Testamento”, 81-124.
[10] K. RAHNER, La presencia del Señor en la comunidad cultual. Síntesis teológica, en AA.VV. Actas del Congreso Internacional de Teología del Concilio Vaticano II, 343.