Siempre digo que la mía es verdadera vocación, en el sentido bíblico de la palabra. Como los profetas, de pequeño yo nunca pensé en ser presbítero ni en ser misionero. Cuando mis padres “tuvieron la vocación”, me encontré en el Seminario Menor de Valladolid, con once años, en un edificio nuevo de la Rondilla de Sta. Teresa, el yeso de las paredes aún húmedo chorreando por todas partes y resonando en mi cabeza: ¡Estudias el bachiller y luego te sales y haces una carrera! No era yo el único en esa situación, ya que el sueldo de los funcionarios en aquel entonces era pequeño, y el seminario se convertía en el lugar más adecuado para ofrecer a los jóvenes una educación básica.
Pero según pasaba el tiempo, me iba atrayendo el presbiterado; me empezaba a gustar la Liturgia y comenzaba a nacer en mí la “cosquilla misionera”, el deseo de ir a ayudar a los más pobres. Creo que Dios me pilló por mi curiosidad innata y mi espíritu aventurero. En mi decisión no había reflexión sobre Jesucristo o amor a los africanos, que me seguían pareciendo lejanos y extraños.
Por el seminario pasaban misioneros de todas las “marcas”: combonianos, consolatos, verbitas, … Los que más hipis nos parecían eran los padres blancos, porque venían vestidos de moros. Fueron fundados por un cardenal francés, Charles Lavigerie, para la evangelización del mundo musulmán. Llevaban una sotana blanca (la “gandura”), una capa blanca (el “burmés”), un gorro colorado (la “chedúa”) y un rosario al cuello tipo musulmán, siguiendo un principio paulino: “Hacerse todo para todos, para salvarlos a todos”
Pero, indumentaria a parte, me parecieron los mejores por varios motivos. En la misión debía haber al menos tres misioneros, y siempre de varias nacionalidades; además exigían un catecumenado mínimo de cuatro años antes del bautismo (Los Mártires de Uganda serían un fruto de esta laboriosa preparación al Bautismo).
Y ¿a quién no le iba a interesar un año de noviciado en los Alpes franceses y estudiar teología en Londres en inglés? Así que, me vi con sotana blanca, frustrando los planes de mis padres, a quienes la idea misionera no les hacía ninguna gracia.
Mi ordenación presbiteral fue el 29 de junio de 1969 y mi primer destino, Nigeria. Tuve que estar dos años esperando un visado que nunca llegó, por encontrarse el país en guerra civil. Pero Dios hace todo bien; en esos dos años de espera interminable, mi vida dio la vuelta como un calcetín.
Siguiendo las corrientes del 68, humanistas y revolucionarias, yo iba a África con “espiritualidad bandolera”: robar a los ricos para ayudar a los pobres. Me atraía más Che Guevara que Jesucristo. Yo era fruto de mi época. Vivía según me habían formado o deformado; celebraba misa sin revestirme; estudiaba enfermería y albañilería para no aburrirme en la espera; hacía homilías que provocaban advertencias de la policía (eran los últimos años de Franco).
Fue necesario que Dios enviara a un ángel, un pintor, J. Luis Mercadé, para mostrarme que, en mi orgullo impulsivo de joven misionero que se quería comer el mundo, no predicaba a Jesucristo, no tenía fe, y necesitaba convertirme. No sé por qué respondí como en los Hechos de los Apóstoles: ¿qué tengo que hacer? Creo que el Señor ya me estaba preparando, mostrándome el vacío de mi vida, la envidia a los demás y las injusticias de mi corazón.
El pintor amigo me invitó a las catequesis del Camino Neocatecumenal, que iban a comenzar en la Parroquia de San José de Madrid en enero del 1971.
La predicación fuerte, directa y kerigmática resonó con fuerza dentro de mí, me dio una esperanza y la promesa de ser una nueva criatura: Cristo en mí, como se le anunció a María. Ante mí se abría un camino, un nuevo sentido para mi vida. Y yo no estaba solo, sino con un grupo de cincuenta hermanos que hacían la misma experiencia. Ante la imposibilidad de ir a Nigeria, mis superiores decidieron enviarme a Tanzania, adonde llegué el 17 de septiembre de 1971. Los primeros meses los pasé en una escuela de lengua swahili en Kipalapala.
Mi primer destino fue una pequeña misión, Kiganza, en una zona montañosa a orillas del lago Tanganika, tras la primera guerra civil de Burundi. Estábamos cerca de la frontera y nos venían miles de refugiados hutus sin nada, malheridos, con piernas, brazos o miembros cortados a machetazos como resultado de la violencia y odio tribal entre hutus y tutsis, violencia que culminó en 1994 con el genocidio de Ruanda donde un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados.
Tratándose de naciones en su mayoría cristianas, Rwanda y Burundi, yo me preguntaba por qué la fe no había sido capaz de lograr la reconciliación tribal e impedir la sangrientas luchas fraticidas.
Descubrí que allí nunca había existido una formación cristiana en profundidad; el Kairós -el momento favorable- de evangelización en África estaba en peligro de ser abortado. Esta fe vacía se manifestaba también en muchos aspectos de la vida diaria: poligamia del encargado de catequesis, robos sistemáticos de la colecta del domingo por el tesorero, dejación continua de responsabilidades pastorales por el párroco… Los cinco años que pasé en misión rural en Kigoma y Rulenge me confirmaron en la idea de que era necesaria una evangelización profunda, como la que yo había conocido en el Camino Neocatecumenal.
En 1978 fui enviado a iniciar el Camino en Costa de Marfil. Y al año siguiente, a Burundi, donde tuve que aprender la bella lengua kirundi. Allí vi la importancia de una preparación larga y sistemática en la fe y de la presencia amorosa de pastores santos en este continente en donde los fieles viven como ovejas sin pastor. Cito una frase del arzobispo de Bujumbura, Monseñor Ntuyanga: “Ante un neopaganismo necesitamos un neocatecumenado”. Posteriormente, recibí una petición urgente para Zambia, donde tuve que aprender el chibemba. Y en 1982 fui de nuevo llamado a reanudar el Camino en Kenia, en una misión “provisional” en la que finalmente he permanecido durante 24 años, atendiendo también a Tanzania y Etiopía.
¡Cómo resumir todos estos años, desde aquel precario comienzo hasta hoy, cuando voy a ser testigo del nacimiento del 5º seminario Redemptoris Mater en África!
Nairobi, capital de Kenia es una megápolis agresiva y cruel, que se rige por la ley de la selva, donde la pobreza es visible e insultante: barrios de barracas sembrados entre rascacielos que no desentonarían en Nueva York o Tokio… Dar es Salaam, capital de Tanzania, es más tranquila, pero aun así, por dos veces nos han robado el coche a punta de metralleta y en muchas ocasiones nos han asaltado con violencia para robarnos en plena calle. Bandas armadas, el robo, la trampa, la corrupción a todos los niveles, se convierten en la forma habitual de vida. Es una sociedad que ha perdido su identidad: no es africana porque imita servilmente a occidente, ni es occidental porque conserva sus costumbres, creencias y tabúes ancestrales.
Pero después de todos estos años he visto milagros, he visto que Jesucristo, curando a la gente en lo profundo, pone los cimientos de una nueva civilización:
-Familias numerosas abiertas a la vida y que transmiten la fe a los hijos, a pesar de que en África se está instalando la esterilidad que ya deseca a Europa.
-Reconstrucción de familias que vivían en promiscuidad durante años y han puesto orden y belleza en sus vidas.
-Abundantes vocaciones, con muchos jóvenes en seminarios y centros pre-vocacionales.
-Desprendimiento y solidaridad con los más pobres, actitud muy rara en África donde el pez grande se come al chico.
-Comunión de bienes con nosotros. Antes, los misioneros llevaban ayuda, pero ahora, al ir nosotros sin recursos, sólo con lo puesto, ellos nos ayudan en nuestras necesidades y comparten con nosotros lo que tienen.
-Actitudes de perdón frente a odios ancestrales que laten en el origen de muchos conflictos y del subdesarrollo aquí existentes. -Nuevo estilo de presbíteros, más humildes, más cercanos, sin afán de grandezas o riquezas, más acordes al espíritu del Evangelio.
-Interés creciente de los obispos locales por este carisma, con peticiones para comenzar nuevos seminarios Redemptoris Mater.
Muchos más frutos se podrían citar, pero basten los ya mencionados para manifestar la gran ayuda que la Iglesia Universal, a través de este Camino Neocatecumenal, presta a un continente olvidado que sigue suplicando, como en los Hechos de los Apóstoles 16, 9 : “Ayúdanos”.
Son 35 años de vida con los más pobres. Y ¡cuántas veces el demonio me dice que he perdido el tiempo y malgastado mi vida! Pero si los pobres son el icono vivo de Cristo, esta pérdida es ganancia, al haberme permitido el Señor estar cerca de Él, acompañándole y sirviéndole.