«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: ‘Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco’. Su señor le dijo: ‘Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor’. Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: ‘Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos’. Su señor le dijo: ‘Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor’. Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: ‘Señor, sabia que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo’. El señor le respondió: ‘Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabias que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes’”».Mateo 25, 14-30
Una Palabra que nos afecta a todos los cristianos: la parábola de los talentos, que se incluye entre la parábola de las vírgenes prudentes y necias, que abre el capítulo, y la del Juicio final, que concluye este capítulo veinticinco del evangelio de San Mateo. Sin duda una primera clave nos indica la necesidad de que estemos preparados, pues no conocemos ni el día ni la hora de nuestra partida de este mundo.
Desde una óptica meramente social, podríamos decir que los talentos son esas habilidades especiales que cada persona tiene. Un escritor, un director de cine, un artista o artesano, un pedagogo, un científico o en general cualquier intelectual; pero también esas personas que realizan su trabajo con verdadera profesionalidad, tienen sin duda talento y su misión es compartirlo, ponerlo al servicio de los demás, del conjunto de la sociedad. Muy necesarias en nuestro tiempo son personas que tengan talento para el desarrollo social, para la participación pública, para contribuir a crear empleo, para generar esperanza… En una sociedad en crisis, que no cree en nada ni en nadie y que en buena medida renuncia a pensar en Dios y, es más, lo intenta marginar, se precisan personas que al menos transmitan valores, convivencia, trabajo en común…
Pero en la Iglesia no podemos quedarnos en el mero plano social. Desde esa visión, los personajes que aparecen en el evangelio podrían ser considerados buenos o mediocres negociadores, personas preocupadas sólo por rentabilizar sus recursos sin importarles nada los que les rodean. En la Iglesia estos talentos no son fruto de nuestras fuerzas, no son recursos que hayamos ganado en base a nuestro esfuerzo y dedicación, sino que constituyen verdaderos dones que nos ha regalado Dios. Durante toda nuestra historia el Señor ha derramado sobre nosotros -sus hijos- verdaderos bienes, tesoros indudables que ha puesto en nuestras manos y en nuestro corazón para que los “negociemos” de forma adecuada. Negociar estos talentos significa ponernos a disposición de nuestros hermanos, de la sociedad entera. Todavía tenemos una visión de nuestra pertenencia a la Iglesia demasiado individualista; parece que nuestro destino es buscar nuestra santificación y salvación personal; pero no es así: el Señor nos ha elegido para que seamos sus hijos y miembros de la Iglesia para una gran misión: anunciar a nuestra generación el Amor de Dios, la Vida Eterna; para mostrar un modelo de sociedad basado en el Ser y no en el tener; una civilización del Amor, incluso al enemigo. Y los cristianos, aunque somos vasos de barro, llevamos ese tesoro a nuestros vecinos y al mundo. Somos sal, luz y fermento no en función nuestra sino para los demás.
En este sentido, los talentos en la vida de la Iglesia son carismas que ponemos a disposición de los demás contribuyendo al bien común. Carismas en la vida litúrgica, haciendo los oficios de lectores, acólitos, cantores, ostiarios…; carismas en la evangelización y la catequesis, participando en estas tareas en la propia parroquia o marchando a tierras lejanas; carismas a través de la oración, en un convento, o en el propio hogar o en mil ocasiones que se puede ejercer nuestra misión sacerdotal; y carismas en el servicio y en la caridad, o participando en la vida pública desde una perspectiva cristiana (en un partido político, en un sindicato o asociación vecinal, en un medio de comunicación, en un centro educativo….).
No podemos enterrar nuestros talentos o carismas, sino que hemos de ponerlos a disposición de los demás, en nuestro caso en nombre de Cristo. Hay demasiada gente desencantada, demasiadas personas que opinan que por la corrupción todo está permitido y que es preferible pensar en uno mismo que en los demás, que todo está perdido. Pero esa actitud no es cristiana: aunque tengamos defectos y pecados, estamos llamados a ser generadores de Buena Noticia, de Esperanza, de valores cristianos que consideramos necesarios para el conjunto de la sociedad que nos ha tocado vivir.
El Señor nos está dando muchísimo. Y tenemos que estar agradecidos y mostrar esa gratitud desde un modo de vida humilde pero consciente: Dios nos lleva mimando toda la vida para que hoy podamos mostrar al mundo un poquito del Amor que hemos recibido.
Finalmente, los cristianos tenemos una gran ventaja: no estamos solos. Nos acompaña en nuestra misión el mismo Jesucristo y, también con certeza, la Virgen María participa de esa inmensa y preciosa misión de llevar a nuestra sociedad los carismas que hemos recibido gratuitamente. Los cristianos estamos y vivimos al servicio de la sociedad, y ello implica a menudo incomprensión e incluso persecución.