«En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo”. Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no solo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios. Jesús tomó la palabra y les dijo: “Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”». (Jn 5, 17-30)
Los judíos, como muchos de los católicos que nos consideramos en posesión de la verdad, no admiten nada que contradiga la idea que se han hecho de cómo es la religión, de lo que está bien y de lo que no. Por eso, en su soberbia, juzgan a Jesucristo y condenan lo que hace y su doctrina. ¿Cómo es posible que no respete el sábado? ¿Cómo es posible que llame a Dios Padre suyo?
En el fondo, esas actitudes se deben a un pecado de soberbia profundamente enraizado en lo más hondo del alma de cada uno de esos justicieros. El demonio, sibilinamente, ha trocado la misericordia divina, de la que participan los humildes como consecuencia del amor de Dios que se derrama en todos, por la ley pura y dura, cuyo incumplimiento exige un castigo sin paliativo posible.
Ese Dios legalista, inflexible, es en el que creen todos aquellos que se consideran perfectos. En ese Dios no cabe el amor, o, a lo sumo, un amor con criterios meramente humanos. Lo importante es que quien no cumpla la ley, lo pague. Sin embargo, hay que considerar que Jesucristo dice que saldrán de sus sepulcros “los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio.” Es decir que habla de juicio, pero no de una condenación de antemano. Si hay juicio, también es posible que haya salvación tras la pena que pueda ser impuesta.
Jesucristo, consciente de la crítica inmisericorde a la que le someten los judíos, toma la palabra y se expresa con toda claridad, aun a sabiendas de que sus enemigos volverán contra él cuanto diga. Pero no importa: la verdad debe abrirse paso para que la acojan los hombres de buena voluntad y para que los que la rechacen nunca puedan decir que no les fue comunicada.
Por sus obras, se identifica con su Padre y reclama ser reconocido. Además asienta doctrina con autoridad y profetiza sin titubeo alguno la suerte de los hombres en función de sus obras.
Todo esto tiene una gran profundidad y, por lo mucho que nos afecta, debe ser meditado por cada uno confrontando las palabras de Jesucristo con las creencias, pensamientos y obras propias. Es importante sacar consecuencias desde una postura de humildad que Dios puede conceder a quienes la pidan de corazón. Si no hay doblez de corazón, si se está realmente dispuesto a aceptar la voluntad divina, el Señor dará el don de la conversión y, con él, ocasiones de comprobar hasta qué punto cada uno acepta de verdad ser humillado por los demás, hasta qué punto es cierto que uno se considera a sí mismo pecador y, por ello, puede estar agradecido a Jesucristo por haber sido redimido al precio de su sangre.
Si, tras la meditación, alguien cree que no necesita conversión, pues no ve en sí mismo pecado grave alguno; a lo sumo, alguna que otra faltilla… ¡cuidado! Está profundamente engañado.
Juanjo Guerrero