Eran los años 30, aquellos en los que la catedral de Madrid era la Colegiata de San Isidro. También fueron los años en que se desató la persecución religiosa en España, un hostigamiento feroz contra todo aquello que oliera a cera. Se intentó profanar los restos del santo Patrono de Madrid, pero fueron providencialmente escondidos, durante toda la Guerra Civil, aun a costa del martirio de quienes supieron guardar el secreto de su escondite
En abril de 1936, varios meses antes del comienzo de la guerra civil, por temor a los incendios de iglesias que se habían venido produciendo desde el inicio de la Segunda República, el obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay, se reunió con el Cabildo de la catedral para esconder el cuerpo incorrupto de san Isidro, Patrono de Madrid, y las reliquias de su esposa, santa María de la Cabeza. Se temía su profanación, en caso de que la catedral de San Isidro fuera el blanco de las iras de las milicias comunistas, como así fue, sin éxito. Nada más comenzar la guerra, un grupo de milicianos recorrió la catedral destruyendo todo a su paso, en busca de los restos de los santos, pero no lo consiguieron; al final, en su desesperación prendieron fuego al templo, pero parte de la nave de la epístola, en la que estaba el escondite, quedó milagrosamente protegida de las llamas, y con ella los restos de los Patronos de Madrid.
En los días tormentosos…
Así lo contó La Vanguardia, tras la finalización de la guerra, en su edición del domingo 16 de abril de 1939: «En los días tormentosos de abril de 1936, el Cabildo de la catedral acordó, para evitar la profanación, esconder el cuerpo precioso de san Isidro labrador, en lugar seguro, y se juramentaron solemnemente para no revelarlo, ni aunque padeciesen martirio. Los rojos, en ese tiempo, buscaron con todo interés el cuerpo de san Isidro, por todos los lugares, rincones y suelos; rompieron los ladrillos y destrozaron grandes trozos de pared, levantaron el suelo de la iglesia y volaron con dinamita bloques de tierra y muros». En uno de los hoyos llegaron incluso a cavar hasta siete metros de profundidad. Después, prendieron fuego al templo.
Tras un arco de piedra
Acabada la guerra, el obispo entró en Madrid y lo primero que hizo fue ir a San Isidro. Así lo refiere el mismo don Leopoldo: «El día 30 de abril, entrábamos en Madrid: derechos nos fuimos a las ruinas de nuestra catedral. Al ver intacta la débil pared que lo ocultaba, caímos de rodillas y con lágrimas dimos las gracias al Señor, y pedimos, por intercesión del santo, el eterno descanso para nuestros mártires, la conversión y el perdón para nuestros enemigos y las gracias necesarias para levantar la arruinada diócesis».
El cuerpo de san Isidro y las reliquias de su esposa habían sido escondidos en la habitación que tiene acceso, por la puerta de la Colegiata que, desde el crucero, en el lado de la epístola, da acceso a la sacristía: allí, un pequeño arco de piedra sellado con un tabique de ladrillos, escondía el tesoro que buscaban los profanadores, que se conservó providencialmente a salvo durante toda la Guerra Civil.