«En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma». (Mc 6,30-34)
La humanidad está atravesando un tiempo extremadamente duro; y es que cuando uno decide construirse a sí mismo y renuncia al cobijo y la protección de Dios, sucede que se experimenta más temprano que tarde la imposibilidad de darse la vida a uno mismo y que el tinglado que ha erigido como pilar de su vida hace aguas y amenaza con derruirse por completo; se ha ignorado que la única roca sobre la que el hombre puede edificar su vida es Jesucristo.
Millones de personas están sufriendo hoy enormemente a consecuencia de este error. Tienen los oídos y el corazón cerrados al Señor y, así, son incapaces de discernir sobre lo que les está pasando y por qué. Les es imposible, de esta manera, identificar la verdadera causa de la actual crisis y todos sus afanes van dirigidos a colocar parches en la maltrecha situación económica, como si un estómago lleno fuera la solución al problema. Se pretenden resolver un sin fin de injusticias y males, pasando por alto que es en el corazón del hombre donde se fraguan todos los conflictos. Vivimos en una sociedad gravemente enferma, que ignora el mal que padece y la medicina que necesita.
La época en la que vivieron los primeros apóstoles presentaba también, sin lugar a dudas, muchas dificultades; con síntomas, quizás, diferentes, pero con una enfermedad similar. Su misión se enfrentaría a muchas dificultades, internas y externas; sufrirían menosprecios y maltratos, y aparecería en ellos el miedo o el deseo de hacer uso de la violencia en su defensa. Habría días que terminarían contentos y otros desanimados. De cualquier forma, necesitaban contar a Jesús, cuanto antes, lo que habían vivido. El es el único y verdadero descanso y fortaleza en medio del combate.
El mundo de hoy necesita en todos sus rincones, con carácter urgente, apóstoles que muestren el rostro de Jesús. Solo el amor de Dios, anunciado desde un corazón empapado de ese amor, puede traer la salvación a la tierra. La humanidad necesita ver, palpar el amor al enemigo, encarnado en personas concretas, de carne y hueso. Este es el impacto que puede sanar a una sociedad infectada por un materialismo y un egoísmo destructivo para el hombre.
Todos los que somos Iglesia estamos llamados a esto y no podemos ni debemos renunciar a esta misión. Pero necesitamos, como los apóstoles del evangelio, retirarnos todos los días a un lugar apartado donde poder hablar con Jesús y contarle cómo nos encontramos; sin la oración el demonio tarda dos segundos en hacerse con nosotros. Es imprescindible que Jesucristo entre en nuestro corazón para poder sentir compasión por tanta gente que anda descarriada. Sin Él la compasión se torna en rechazo. Es necesario que muera ese “yo” que se defiende del que nos ataca. Evangelizar es no resistirse al mal, compartir la alegría y la tristeza de los demás. Compadecerse de alguien es padecer con ese alguien, es entrar en el sufrimiento del que está con nosotros. Sin estos signos nuestras palabras desaparecerán en el vacío o podrán ser motivo de escándalo para los demás.
Sin Dios, sin su Espíritu no podemos hacer nada; por eso como auténticos mendigos, conocedores de nuestra debilidad, tenemos continuamente que pedirle que nos acompañe allí donde estemos o donde vayamos. Jesús prometió, antes de su ascensión, estar con nosotros hasta el fin de los tiempos, y es voluntad de Dios que diariamente tengamos que pedirle el cumplimiento de su promesa, sabedores de que Él es eternamente fiel y misericordioso.
De su mano podremos guiar a muchas personas que están sumidas en el sufrimiento más estéril y absurdo. Pero primero tenemos que tener bien claro y determinar con decisión de qué manos queremos ir. Porque el mundo te tiende otras manos y el Señor, que te ha regalado la vida sin tu consentimiento, no te va salvar sin él. Esta verdad nos introduce en el misterio del equilibrio entre gracia y libertad.
Para que no me pierda y tenga discernimiento en el uso de esa libertad que me ha concedido, Jesús me dice todos los días: “cuéntame y descansa conmigo.” No permitas, Señor, que cierre los oídos a tu voz.
Hermenegildo Sevilla