«En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a si mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”, y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”». (Lc 23,35-43)
Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo como rey del universo. Me gustaría invitaros a hacerla especial, nueva. El cristiano verdadero ─que es aquel que es uno con la Trinidad─ tiene la capacidad de hacer cada día y cada acontecimiento nuevos. Mira al crucificado; contémplalo. ¿Qué es lo que ves en Él? ¿Qué piensas de este hombre? ¿Crees que tiene sentido hoy su radicalidad? ¿No es algo ridículo y pasado de moda?
Es muy importante saber la contestación de estas preguntas ya que nos llevarán a descubrir de qué ropaje se viste nuestro corazón:
- De magistrado soberbio, que se cree en posesión de la verdad, que no admite ley ni criterio diferente al suyo; irónico y juez.
- De soldado que, desde el poder que le otorga la fuerza, ridiculiza lo débil; lo que es ─según su criterio─ inferior a él.
- De ladrón que vive en su mundo y no tiene ninguna intención de arrepentirse, sino de salir de la situación en la que se encuentra cueste lo que cueste.
Todos exigían una prueba a aquel hombre: Sálvate, le increpaban. Unos para que probara que era el Cristo, otros para que demostrara su poder como rey. Los magistrados desde la seguridad de su sabiduría, los soldados desde su fuerza y el ladrón desde su necedad. Todos veían imposible que ese hombre tuviera que ver nada con aquella inscripción: “Este es el Rey de los judíos”.
Todos menos uno. Aquel que era consciente de quién era él en realidad: un ladrón digno de aquella pena que estaba sufriendo. Desde la confesión de sus pecados mira a aquel hombre que estaba crucificado con él y reconoce al Mesías, al Rey. No tenía sabiduría ni fuerza para liberarse, ni exigía justicia. Desde lo que verdaderamente era ─un ladrón ajusticiado─ implora un poquito de misericordia y el Señor le concede ser súbdito del Reino que ninguno de los demás había conseguido descubrir, aun con todas sus cualidades,
Descubrir como Rey a aquel que pende de la cruz es difícil ─por no decir imposible─ si lo que impera en nuestra vida son nuestros criterios, nuestras verdades, nuestras ideas y exigimos justicia contra aquellos que no piensan como nosotros; si utilizamos nuestra fortaleza física o mental para despreciar a los que diariamente conviven con nosotros y son más débiles; si en nuestro día a día nos limitamos a buscar y a denunciar la paja en el ojo ajeno, sin ver lo repugnante de nuestros pecados. Con estas actitudes ni esperaremos un Reino ni descubriremos al Rey, porque tendremos un corazón tan duro como el de aquellos magistrados, soldados o ladrón que no pudieron descubrir en aquel hombre al Hijo de Dios.
Que el Señor nos conceda descender sin miedo a nuestra realidad profunda de pecado, de debilidad, de pobreza, para poder desde ella mirar con otros ojos al crucificado, convertido en Rey y con una promesa para nuestra vida: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”
Ángel Pérez Martín